12 oct 2011

Nos hubiera gustado ver Solaris



El polaco Stanislaw Lem (1921-2006) y el ruso Andrei Tarkovski (1932-1986) han pasado a la historia como dos colosos de la literatura de ciencia ficción y del cine. Sin embargo, la adaptación que hizo el cineasta en 1972 de la novela Solaris (1961) provocó una de las polémicas más recordadas en la siempre complicada relación entre los dos géneros. Ambos renegaron del resultado y se lanzaron dardos durante años. Incluso, al cabo del tiempo, Tarkovski acabó despreciando su propia película y considerándola su peor obra, al no haberse podido desprender por completo del libro del polaco.

En mi caso, durante años deseché la novela. La leí de adolescente, esa época tan desagradable en la que no se sabe nada pero se anda como un idiota. Luego, cuando era universitario y seguía sin entender nada, vi maravillado la película del ruso. Recordaba la novela, sí, pero entonces me pareció una historia plana que el cineasta había sabido llenar de sabiduría y profundidad. Ahora, cuando uno sigue siendo un completo ignorante pero se está más tranquilo, he revisado las dos y me he visto en la obligación de reivindicar al polaco. He descubierto no sólo una de las obras mayores de la Ciencia-Ficción, sino quizás también una de las novelas más sugerentes, hipnóticas y desasosegantes de la historia de la literatura. Y he constatado que el director ruso desaprovechó un material enorme de posibilidades.

Lem construye de la nada un nuevo mundo y detalla con envidiable precisión y soltura sus principales comportamientos y hasta su propia historiografía. Nos regala un planeta que no puede ser abordado por la mente humana, tan pobre y pretenciosa. Y a partir de aquí reflexiona sobre la imposibilidad o al menos la enorme dificultad que conllevaría el contacto con otras formas de vida.  “No imaginamos que pueda haber algo muy distinto y, con esta idea, partimos hacia otros mundos ¿Y qué haremos con esos otros mundos? Dominarlos o que ellos nos dominen ¡No hay otra idea en nuestros patéticos cerebros! Ah, cuánto esfuerzo inútil”, apunta el protagonista, el astronatuta Kris Kelvin, quien acabará citando también la teoría (inventada) de Gratterston: “nunca será posible ninguna clase de contacto entre el hombre y alguna civilización extrahumana”, tan repetida en las últimas décadas.

Pero, además de ser una obra de ciencia ficción fascinante, en el olimpo del género, el libro supone asimismo un viaje al interior del alma humana, un encuentro con los fantasmas que arrinconas en tu mente pero que definen o completan tu esencia. “El hombre se ha lanzado al descubrimiento de otros mundos y otras civilizaciones sin haber explorado íntegramente sus propios abismos, ese laberinto de oscuros pasadizos y cámaras secretas, sin haber penetrado en el misterio de las puertas que él mismo ha condenado”, reflexiona Kelvin.

                       


Además, también es una bella historia de amor, con entrañables declaraciones de un romanticismo extravagante: “¿Te han enviado para torturarme o para hacerme feliz, o eres tan sólo un instrumento que ignora su función y del que se sirven para examinarme?” O “no puedo asegurarte que te querré siempre, ¿y si mañana me convirtieran en una medusa verde?”

No era de extrañar, pues, que a Tarkovski le atrajera el lado intimista de la novela. La obra del cineasta ruso siempre estuvo marcada por una intensa espiritualidad, por una reivindicación de valores profundos que veía en peligro de extinción en las nuevas generaciones soviéticas de los setenta.

Así, Tarkovski comienza pronto a marcar diferencias con la novela. Añade un prólogo en el que Kelvin visita a su familia antes de emprender el viaje al planeta, en el que introduce con habilidad el Informe de Breton. Aquí ya tenemos mucha agua, mucha naturaleza, muchos silencios, mucha intensidad. Como siempre, vamos (Tarkovski era un artista muy inteligente, pero sus temas y metáforas siempre fueron repetitivos). Luego nos regala diez minutos en un coche realmente memorables que seguramente tengan un significado muy importante y sesudo.

Ya en la nave, el ruso adapta libremente la novela. En un primer momento, sigue con cierta fidelidad el argumento: los compañeros de misión, los visitantes, la expulsión al espacio de la mujer-visitante del protagonista, las preguntas y dudas de Kelvin ante la situación se sus compañeros. Sin embargo, pronto la película se apartará descaradamente del libro y se centrará exclusivamente en los demonios interiores del astronauta, culminando, cómo no, con el protagonista postrándose ante su padre en la casa familiar (no hará falta aclarar que ni el padre ni la casa están presentes en el libro, pero bueno, así era el ruso). Y con mucha agua, por supuesto.  

Y es que Tarkovski desecha toda la parte de ciencia ficción. La minuciosa descripción que hace el novelista de las formas del planeta, de las simetriadas o asimetriadas, las reflexiones sobre el contacto con la vida extraterrestre, las conversaciones científicas con Snaut y Sartorius. Alardeó incluso de ello: “En Solaris, si hay algo que no me interesaba, era la ciencia ficción”. Se preocupa menos del planeta y de su comportamiento que Mourinho del buen fútbol, y se centra en el hombre desorientado, buscando el perdón, la espiritualidad, la calma, el sentido de la existencia.

Para ser justos, el ruso también nos regala una secuencia bellísima que no se encuentra en el libro: la cena de los tripulantes en la biblioteca, en la que desaparece la gravedad y aparece el mejor Tarkovski.

A pesar de todo, sinceramente, me gusta la obra que hizo el ruso. La película, pese a lo que diga su director, es soberbia. Sin embargo, resulta muy lamentable que despreciara el material científico-aventurero de la novela, que complementaría y elevaría sin duda el nivel global. Si el ruso hubiera aparcado un momento su concepción irrenunciable del cine, si hubiera tenido un gesto de humildad y hubiera valorado el potencial artístico del conjunto de la novela, podríamos estar hablando, sin exagerar, de una película excepcional, con mayúsculas, de las mejores de la historia del cine. En fin, una pena.

“Me hubiera gustado ver el planeta”, se lamentaba Lem. A mí también.