28 sept 2012

El lugar de cada uno

Al final de Recursos humanos (Laurent Cantet), el joven protagonista parece cuestionarse atormentado cuál es el sitio de cada uno y la utilidad de aceptar o no el lugar que a cada cual le corresponde en la escala laboral, social y vital. También se intuye su conclusión sobre la siempre saludable necesidad de saber perder.


Esta película fue estrenada en 1999 pero su vigencia perdura, ya que aborda tímidamente bajo la superficie de un correcto drama laboral, las actitudes de diferentes generaciones y clases sociales sobre el trabajo. Aún más, se trata de uno de los pocos trabajos que ofrece (ligeramente, eso sí) una visión sobre esa lucha intergeneracional que se establece continuamente en una empresa entre jóvenes prepotentes, idealistas e involucrados con su compañía y veteranos empleados que se limitan a cumplir y no meterse en líos. Un enfrentamiento soterrado entre dos visiones de la vida: la infantil, buenista y neoliberal de los novatos que se quieren comer el mundo y no entienden que sus compañeros que podrían ser sus padres se vayan media hora a tomar un café, y la de los obreros cerca de la jubilación, cínicos y desesperanzados, que miran desdén a esos churumbeles encorbatados sabelotodo que hacen la pelota al jefe y no son conscientes de lo que costó en el siglo XX conseguir un horario aceptable y unas vacaciones pagadas. Esta batalla se ha venido recrudeciendo en los centros de trabajo en los últimos veinte años y llama la atención que ningún autor haya reparado en su trascendencia.

Como decíamos, la obra de Cantet aborda sólo colateralmente este asunto pero su intuición sobre el problema se agradece. La película narra la historia de un joven y brillante estudiante de empresariales que vuelve a su ciudad de provincias para realizar unas prácticas en la fábrica en la que su padre trabaja desde hace más de treinta años. Su cometido será colaborar en la implantación de una fórmula para aplicar las 35 horas semanales.

El director francés dibuja con coherencia y sabiduría este escenario empresarial-laboral (como años después haría en el ámbito educativo con la magistral La clase), la reacción de los dirigentes y obreros a esta medida y el creciente estupor del bienintencionado y crecidito muchacho ante la realidad, tan alejada de la teoría y de supuestas lógicas ideológicas. Y también (y aquí radica el mayor interés de la película) la colisión con su padre y con otros obreros de la fábrica sobre la percepción del mundo del trabajo.

A esta notable obra se le podrían poner un par de reparos. En primer lugar, su sutil pero evidente posicionamiento ideológico, no por tomar partido (eso nunca será un defecto) sino por innecesario. Y, con mayor gravedad, la trama final un tanto burda en la que desemboca la película, que convierte la inteligente reflexión laboral e intergeneracional en un drama obrero-familar prescindible.

Sin embargo, el film se cierra con una escena a la altura del impresionante vuelo que podía haber tomado la obra, en el que el protagonista parece asumir de qué va todo esto: del lugar que ocupamos, del sitio que hemos elegido o nos ha venido asignado, con sus virtudes, hipocresías y defectos, y que, en definitiva, poco tiene que ver con la justicia laboral, social y generacional o con las mejores intenciones.