15 jul 2011

Eterna película sin importancia



Disculpen el facilón y evidente juego de palabras en el título pero lo cierto es que la exitosa Pequeñas mentiras sin importancia (Guillaume Canet) también es facilona, evidente y, por encima de todo, eterna. 

La mayoría de escritores y cineastas no suelen resistir a la tentación de, en algún momento de sus carreras (suele ser al principio), intentar construir un fiel retrato de la crisis de su propia generación cuando la vida ya va en serio. De sus miedos, hipocresías y contradicciones. De su resistencia peterpanesca. En estos casos, el formato de grupo de amigos de la infancia/juventud que se reúnen cuando ya no son los que eran (ni lo que iban a ser) y viven una especie de catarsis personal y colectiva y tal... resulta muy socorrido. 

En este subgénero, recuerdo con muchísimo agrado la excepcional Reencuentro (Lawrence Kasdan) y me pareció en su momento también notable (aunque menos que la anterior) Los amigos de Peter (Kenneth Brannagh), pese a sus exageraciones y su final efectista. En el cine español, muy dado a las reflexiones generacionales presuntamente profundas aunque terriblemente huecas en el fondo, podemos encontrar ejemplos para aburrir. Salvaría quizás las propuestas de Cesc Gay en En la ciudad y, sobre, todo en la olvidada e infravalorada Ficción (soberbio Eduard Fernández en ambas, por cierto).

La película de Canet, que ha arrasado en Francia y también ha cosechado muy buenos resultados de taquilla en España, sigue al pie de la letra las reglas no escritas y los lugares comunes de este tipo de obras. En esta ocasión, un grupo de amigos en torno a los cuarenta afrontan unas vacaciones mientras un miembro de la cuadrilla se debate en un hospital entre la vida y la muerte tras un grave accidente de tráfico. 

Hasta aquí, todo bien. De hecho, el film arranca con mimbres esperanzadores. Los personajes están bien definidos, la historia fluye con cierto pulso y durante la primera hora, mientras vamos descubriendo los roles de cada uno y la película se instala en un tono de comedia agridulce, la obra es bastante efectiva. Además, el magistral trabajo de François Cluzet, que se come a sus compañeros de reparto en cada escena, eleva la altura del conjunto.

Sin embargo, a partir de este momento la película entra en barrena. Se alargan innecesariamente las tramas, surgen otra reiterativas y poco creíbles y el sopor se adueña de la escena. Las historias y sus resoluciones son obscenamente evidentes y se nos ofrecen, entre videoclip y videoclip, tan masticadas que, a su lado, Up sería un referente del cine de arte y ensayo. Además, desaparece el tono relajado que había sostenido a la película y se nos pretende adentrar en un territorio presuntamente intenso y trágico, aunque en el fondo sólo consiga ser aburrido y torpe.

Pero lo peor nos espera en el desenlace. Además de previsible y penoso, lo realmente irritante es su duración. La escena final, forzada y relamida, resulta ante todo eterna. No recuerdo haber mirado tantas veces el reloj en un cine como en este espectáculo burdo que culmina casi tres horas de supuesta terapia generacional. Y todo ello finaliza en un momento final absolutamente ridículo. De vergüenza ajena.

Guillaume Canet ha obtenido un éxito descomunal con esta interminable película. Y me alegro, pero no lo puedo comprender. Supongo que Cesc Gay tampoco. En el mejor de los casos, la obra pide a gritos unas tijeras y toneladas de sutileza. Quizás uno se ha vuelto muy fino. 


P.D. Dicho todo lo anterior, he de confesar aturdido que muchas personas de mi entorno se han emocionado sinceramente con esta película. Ello nos debe llevar a todos a reflexionar seriamente sobre nuestra existencia.

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