En los últimos tiempos he comenzado a sentir una honda
preocupación por la mayoría de mis amigos. Asumo que la treintena es una época
compleja, en la que ya tienes la edad de tu padre cuando te concibió, en la que
dudas de si levantarte los sábados a las nueve o acostarte a esa hora, en la
que te planteas qué has estado haciendo la década anterior y comienzas a pensar en la
posibilidad de la reproducción y la madurez. Y donde el desencanto se ha puesto hace tiempo a tirar del pelotón y puede que tu escapada termine. Ello conlleva inevitablemente
cambios que conducen a cosas absurdas, como comprarse repentinamente un coche o
un robot-aspirador (qué gozada) o dejarse o afeitarse la barba. Asumible. Hace
unos años se llevaban las hipotecas en yenes (alguna ventaja nos tenía que
dejar la crisis).
Todos nos aferramos a este tipo de escapadas absurdas, pero
últimamente mis amigos están perdiendo absolutamente el norte y han abrazado
sin pudor actividades extravagantes. La más extraña es la súbita adicción al
senderismo. Ni que decir tiene que ninguno de ellos ha practicado este
pasatiempo diabólico en sus treinta y tantos años de vida ni que tampoco
disfruten de ello. Pasan frío, hambre, aburrimiento y muchos de ellos, los más
torpes, sufren terriblemente al cruzar un riachuelo o al tener que “poner las
manos”. Pero no importa. Incluso alardean de la “vida sana” y el “aire puro” y
adoptan una inquietante actitud de superioridad.
Se me escapan las razones de su comportamiento. Quizá es una
forma de huir del alcohol, de llevar una vida sana, de “hacer otras cosas”.
Quizá sólo envejecen. Otra posibilidad es la presencia de mujeres, ya que es
una actividad deportiva en la que no les importa participar. Quizá aspiran a
que nuestras conocidas les vean sanos y deportistas, en su esencia animal, en
contacto con la naturaleza. Rebuscado y enfermo. Si yo fuera mujer, exigiría
que me invitaran a cenar y que se metieran sus bastones y sus botas de trekking
(o como se diga) por donde les quepa.
Conste que no tengo nada en contra de esta forma de pasar el
rato. Siempre hubo gente para todo, De hecho, tengo otro amigo que al que siempre le gustó el monte más que a un tonto un lápiz y, cuando podía, evitaba
emborracharse en las noches universitarias para cogerse el autobús de primera
hora del sábado a la sierra. Yo también evitaba salir por ver las semifinales
del baloncesto universitario norteamericano. Nada que objetar a las entrañables
extravagancias de cada uno.
Pero mi preocupación no acaba en los senderos. También han
dado un giro radical a su ocio nocturno. Ello no tendría por qué ser negativo. Hace
un tiempo que se echa de menos la creatividad. No sé, podrían experimentar con
drogas, con cultura, con veladas literarias y etílicas. Pero no, nada de eso:
se han entregado a la conservadora y arcaica constumbre de beber gin-tonic.
Vamos, como mi padre.
No es que tomar esta bebida sea criticable en sí mismo. De
hecho, alguna vez he disfrutado de ella después de una copiosa comida Es
digestiva y no altera demasiado, y eso lo saben los subdirectores generales de
la administración cuando quedan con sus secretarias. Pero la moda que han
abrazado mis queridos amigos es vomitiva. Han olvidado sus queridos whiskies
(me niego a escribir güisquis) o rones y salen por la noche de gin-tonic en
gin-tonic. Hasta la victoria final, supongo.
Extraña costumbre que se ha extendido por la ciudad. Surgen
establecimientos con llamativos cartesles con “el gin-tonic más elaborado” o “los
mejores del hemisferio norte”. Hay una variedad aterradora. Incluso vi el otro
día en mi barrio un establecimiento llamado “gintonería”, al tiempo que me
sentía aún más desgraciado y perdido, como un diputado del grupo mixto en la Comisión
de Justicia del Congreso
¿La explicación a este fenómeno? Indescifrable. He pensado
en la apariencia de estatus, o incluso en que realmente sea la bebida que más
les guste (nunca les vi pedir uno y estamos hablando de alguno que en la universidad
dormía abrazado a su botella de Ballantines). Y claro, chicas, que no escapan
de esta moda. No sé, pero un servidor despreciaría a cualquier mujer que no me
abofeteara si la invito a ir al sitio donde sirven “el mejor gin-tonic de la
ciudad”.
¿Crisis de los treinta? ¿Gilipolleces? No está tan claro. Lo
cierto es que pasean por el monte y toman gin-tonic como si realmente les
gustara. Quizá el raro sea yo. Quizá sólo envejecen. Pero tranquilos: puede que, antes de que nos demos cuenta, quedar a comer en un asador y tomar unos whiskies
viendo el fútbol comience a ser percibido como algo revolucionario.
Tranquilo, dentro de poco la moda mudará al vodka y ya se inventarán otras paridas, como las botellas de agua mineral de 4 euros porque las traen de un manantial superpuro de Laponia. Y todas las webs de "tendencias", escrittas por pijas que no saben que hacer (podría decirte unas cuantas, pero no quiero hacerlas publicidad), se olvidarán del gin-tonic y volverán a considerarlo como lo que fue hasta hace año y medio: La bebida asociada a tipos como ARturo Fernández y padres con americanas de botones dorados con un ancla. Manda huevos.
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