Pensándolo un poco, es sorprendente que en esta época de
nostalgia impostada nadie hasta ahora hubiera echado el órdago de vender un homenaje
a Griffith y Von Stroheim. Quizás nuestra melancolía se queda en alarde mirando
al tendido y, sobre todo, a los actuales treintañeros que compran cualquier
cosa que recupera “el espíritu de los ochenta”. Spielberg, que tiene talento
para el cine pero mucho más para el dinero, lo vio claro y produjo este año una
mezcla de Los Goonies y ET para adolescentes y adultos con esa mentalidad.
En todo caso, el mérito de Michel Hazanavicius (además de su
novia) y de su productor al haber creado una película muda en blanco y negro de
los años 20 y haber triunfado en todo el mundo en pleno siglo XXI es incuestionable.
El destino más probable del suicida ejercicio de estilo y de la valentía
extemporánea del financiador era el ridículo o, en el mejor de los casos, la
indiferencia. A priori, tirar esos
millones de euros por la alcantarilla era más rentable que producir la obra.
Por ello, la aventura y su feliz desenlace sólo merece un aplauso y sitúa a la
película entre los acontecimientos del año.
Pero más allá de la osadía, The artist destaca, ante todo,
por su habilidad. El cine mudo tiene unas reglas limitadas y conocidas que el
director copia y homenajea sin rubor. Los recursos visuales, los gags, el papel
de la música como auténtica coprotagonista del film, todo en esta película está
estudiado al detalle y sin tomar ningún riesgo. A ello se le une una historia
sencilla, archiconocida (es el argumento, por ejemplo, de El crepúsculo de los dioses), con un mensaje convencional,
universal y emocionante, apto para cualquier público en cualquier época. No se
veía una historia de amor tan conservadora desde…, bueno, el cine indie norteamericano
de los últimos años nos ha dado grandes ejemplos, pero se me entiende. Por último,
se le añaden dos actores entusiastas que consiguen comerse la pantalla y un
montaje y una música trabajada hasta la extenuación.
Así, y es muy comprensible, la originalidad y atrevimiento
se quedan en la idea. Lógicamente, director y productor habrán pensado que con
hacer una película muda en blanco y negro el cupo de lo revolucionario estaba
ya cubierto (y lo está) y, a partir de ahí, todo iba a estar medido por la
seguridad y la certidumbre. Amarrategui
blues en los felices años 20 con envoltorio de genialidad transgresora.
Y bien que hacen. La película, tan clásica y convencional,
funciona como un reloj de casino de provincias y hace pasar un rato muy
agradable en el cine a cualquiera, lo cual sería un milagro para la mayoría de
estrenos semanales.