22 dic 2011

Sobre The artist


Pensándolo un poco, es sorprendente que en esta época de nostalgia impostada nadie hasta ahora hubiera echado el órdago de vender un homenaje a Griffith y Von Stroheim. Quizás nuestra melancolía se queda en alarde mirando al tendido y, sobre todo, a los actuales treintañeros que compran cualquier cosa que recupera “el espíritu de los ochenta”. Spielberg, que tiene talento para el cine pero mucho más para el dinero, lo vio claro y produjo este año una mezcla de Los Goonies y ET para adolescentes y adultos con esa mentalidad.

En todo caso, el mérito de Michel Hazanavicius (además de su novia) y de su productor al haber creado una película muda en blanco y negro de los años 20 y haber triunfado en todo el mundo en pleno siglo XXI es incuestionable. El destino más probable del suicida ejercicio de estilo y de la valentía extemporánea del financiador era el ridículo o, en el mejor de los casos, la indiferencia. A  priori, tirar esos millones de euros por la alcantarilla era más rentable que producir la obra. Por ello, la aventura y su feliz desenlace sólo merece un aplauso y sitúa a la película entre los acontecimientos del año.

Pero más allá de la osadía, The artist destaca, ante todo, por su habilidad. El cine mudo tiene unas reglas limitadas y conocidas que el director copia y homenajea sin rubor. Los recursos visuales, los gags, el papel de la música como auténtica coprotagonista del film, todo en esta película está estudiado al detalle y sin tomar ningún riesgo. A ello se le une una historia sencilla, archiconocida (es el argumento, por ejemplo, de El crepúsculo de los dioses), con un mensaje convencional, universal y emocionante, apto para cualquier público en cualquier época. No se veía una historia de amor tan conservadora desde…, bueno, el cine indie norteamericano de los últimos años nos ha dado grandes ejemplos, pero se me entiende. Por último, se le añaden dos actores entusiastas que consiguen comerse la pantalla y un montaje y una música trabajada hasta la extenuación.

Así, y es muy comprensible, la originalidad y atrevimiento se quedan en la idea. Lógicamente, director y productor habrán pensado que con hacer una película muda en blanco y negro el cupo de lo revolucionario estaba ya cubierto (y lo está) y, a partir de ahí, todo iba a estar medido por la seguridad y la certidumbre. Amarrategui blues en los felices años 20 con envoltorio de genialidad transgresora.

Y bien que hacen. La película, tan clásica y convencional, funciona como un reloj de casino de provincias y hace pasar un rato muy agradable en el cine a cualquiera, lo cual sería un milagro para la mayoría de estrenos semanales. 

21 dic 2011

Mis películas de 2011


Aunque lo realmente revolucionario sería no hacer ninguna lista sobre el año que termina, me aburro bastante y he decidido elegir las diez películas que más me han gustado en 2011. El criterio de selección que he utilizado es el de las obras estrenadas en España desde el 1 de enero (bueno, sí, faltan unos días para acabar el año y he visto que se van a estrenar El Topo o Drive, pero bueno, ojalá tuviera que modificar esta entrada).

Advierto de que todavía no he podido ver La piel que habito, de Almodóvar, o El niño de la bicicleta, de los Dardenne, ambas muy aplaudidas por la crítica. Qué se le va a hacer.  

El árbol de la vida (Terrence Malick)
Película del año, película eterna. Terrence Malick decidió hacer lamejorpelidelahistoria y, más allá de la pretenciosidad, de un mensaje filosófico de garrafón y de un final discutible, le salió una maravilla. Sobre el origen, la fe. Sobre la vida. Inolvidable.  

Another year (Mike Leigh)
En mi opinión, si no hubiera irrumpido Malick, la película del año. Aterradora “comedia dramática” sobre el paso del tiempo y la llegada de la vejez. Sobre esa época en la que uno se da cuenta de que ya no puede esperar nada. Obra maestra de Mike Leigh.  

Animal kingdom (David Michod)
El thriller más potente de 2011. Desde Australia nos llegó a principio de año esta obra oscurísima, original y violenta. Un gran debut de David Michod.

Cisne negro (Darren Arronofsky)
Arronofsky dio una lección de ritmo, intensidad y dirección en un ejercicio de estilo magistral. Material didáctico imprescindible en escuelas de cine.

Midnight in Paris (Woody Allen)
Vomitona de romanticismo encantador y divertido por las calles de París. Quizás algo facilona y simple, pero maravillosa.

Copia certificada (Abbas Kiarostami)
Kiarostami se vistió de Rossellini y nos regaló un paseo por Italia de Juliette Binoche y una reflexión sobre las relaciones de pareja y el paso del tiempo. No hace falta decir nada más.

El origen del planeta de los simios (Rupert Wyatt)
La sorpresa del año. Llegó en verano de tapadillo, ocultada por la pretenciosa, vacía y prefabricada Super 8. Una película de aventuras notable. Una precuela dignísima del clásico.

The artist (Michael Hazanavicius)
Ejercicio de estilo suicida que ha triunfado en todo el mundo. Sólo por ello merece estar en la lista. Más allá de esto (que no es poco), es una obra notable, sencilla y agradable.

Melancholia (Lars Von Trier)
Algo irregular, pero de una fuerza avasalladora. Además, sólo con haberle puesto a un planeta Melancolía y abocarlo a ese fatal pero inevitable destino, ya tiene un sitio en este repaso del año.

La mitad de Óscar (Manuel Martín Cuenca)
La cuota española. Martín Cuenca ha hecho la película más triste y desesperada de 2011, respirando además cine por los cuatro costados.


Bueno, no ha sido el mejor año de la historia en cuanto a cantidad, pero un puñado de estos títulos son ya inolvidables. Se han quedado a punto de entrar en esta humilde e innecesaria lista la magnífica pero tramposa Incendies, la interesante Nader y Simim: una separación o el thriller de ciencia ficción indie del año Monsters. En el caso español (y a falta de ver la de Almodóvar), sólo ha sido aspirante la muy estimable No tengas miedo de Montxo Armendáriz.  

15 dic 2011

Corresponsal de guerra en Ginebra


La voz de Pedro Barthe acabó con los años sonando a parqué, aunque eso sucedió mucho después de que nos sobresaltara la merienda una tarde de primavera de 1991. Es probable que en aquella época no conociéramos con exactitud el significado del término “dantesco” pero no tuvimos problema en advertir la extrema gravedad de la situación.


Se jugaba la final de la Recopa de Europa de baloncesto en la apacible ciudad suiza de Ginebra. El CAI Zaragoza y el Paok de Salonica luchaban por el primer título europeo para las dos formaciones. Los aficionados griegos, que en aquel tiempo se tomaban las cosas bastante a pecho, tomaron la tranquila localidad helvética para asegurar el trofeo y otorgaron los maños la condición de refugiados.

El partido comenzó así, tras una eternidad de retraso, condicionado por el extraordinario ambiente intimidatorio fabricado por los aficionados rivales. Sin embargo, el CAI se olvidó de no querer jugar, se sobrepuso y logró controlar el encuentro. Los jugadores del PAOK, liderados por Prelevic, parecían atenazados por la tranquilidad de los maños y la brutal presión de su propia afición. Parecía que todo iba bien y la Virgen del Pilar se empezaba a poner guapa para recibir a la copa.

Tal era la situación que los griegos, conscientes del peligroso cariz que tomaba el partido, optaron por el viejo recurso de romper la baraja. En el pabellón, como era de esperar, comenzó a llover. Mecheros y monedas, sobre todo.  Tras unos segundos de duda, los árbitros suspendieron el encuentro y mandaron a los jugadores a los vestuarios. A los españoles, porque los del Paok se quedaron en la pista. El caos reinó.

Nosotros aún no sabíamos nada de la vida ni de que los Balcanes estaban ya aquella tarde de 1991 a punto de hervir. Éramos niños y hermosos y Ginebra se había convertido en el escenario de nuestra primera batalla por televisión. Los Arcega eran nuestros soldados y Pedro Barthe nuestro valiente corresponsal de guerra.

Y, en ese momento, con el partido parado, el carismático capitán griego Fasoulas, micrófono en mano en mitad de la pista, tranquilizó a sus aficionados y nos anunció el fin de la inocencia. Desde entonces, todo fue a peor. Cuando se reanudó el partido, a la pista ya no salió el CAI sino un pelotón de prisioneros derrotados. Los griegos dieron la vuelta al marcador mientras sus rivales sólo pensaban en la evacuación. Al final, el PAOK levantó su título europeo y los maños huyeron como pudieron de la inhóspita Ginebra.

Puede que la memoria magnifique y embellezca estos hechos, que los maños reescribieran la historia a su gusto y se reservaran el papel de nobles ultrajados, de beautiful losers. De hecho, y por suerte, no hubo que lamentar heridos y las cosas acabaron transcurriendo con cierta normalidad. Es posible también que el camino hacia la estación no fuera el desembarco en Normandía y que la violencia griega se quedara en simple intimidación que dio sus frutos. Que Barthe exagerara. En definitiva, podría llegarse a la conclusión de que fue una encerrona de libro. Que nos cagamos más de la cuenta. Pero si no podemos vestir a nuestro antojo las derrotas, entonces sí que ya no nos quedará nada.  



12 dic 2011

Sísifo en el Mont Ventoux

Lo peor que le pudo pasar a Eros Poli aquella tarde de verano de 1994 fue la indiferencia. Nadie recuerda con claridad los motivos por los que un gigantón de dos metros de altura probó suerte en una fuga en solitario en una etapa con el Mont Ventoux a pocos kilómetros de la llegada en Carpentras. Era absurdo e improbable, por lo que el pelotón se tomó la etapa con tranquilidad y lo olvidó por completo, condenándole a un sufrimiento no reservado para él.

Así, el corredor de italiano comenzó la subida al coloso con más de 20 minutos de ventaja sobre un soporífero pelotón donde dominaba un tal Indurain, que ya llevaba ocho minutos en la general a Virenque y al resto de mediocres. En aquellos tiempos, el navarro ganaba los tours en la primera contrarreloj y ponía los puntos sobre las íes en el primer test de montaña para regocijo de los españoles y hartazgo de los aficionados al ciclismo. Años de aburrimiento y exaltación patriótica.

Poli no se creía lo que estaba pasando. Enfrentarse solo a la montaña pelada eterna, una piedra demasiado pesada para él, una empresa abocada al fracaso y al ridículo. No tuvo más remedio que tirar hacia delante, con cara de circunstancias y sufrimiento. Cada kilómetro, cada metro, todavía entre la vegetación, era una carga insoportable y humillante. Perdía un minuto por kilómetro, una vida en cada metro, a la velocidad que iba despareciendo el oxígeno en el puerto.

Por detrás, nadie se acordaba de él. La diferencia con cabeza de carrera se reducía sin querer  y las cosas sucedían como solían suceder. Pantani pasaba una página en la historia de las generaciones del ciclismo al dejar tirado a Luc Leblanc e Indurain ponía su marcheta. Por no aburrirse, más que nada.

Con estos escarceos, la cámara hizo un favor al italiano olvidándolo algunos kilómetros, pero pronto se rindió al espectáculo. En el paisaje lunar, con viento de cara, un gigante que tenía problemas para mantenerse sobre la bicicleta se entregaba a un esfuerzo inútil, absurdo, una penitencia atroz para un lanzador de sprinters. Un hombre solo al comando, gritaban emocionados los veteranos reporteros radiofónicos y los románticos. Los más jóvenes y posmodernos lo obervaban con incredulidad y cierto cachondeo. Retorciéndose en la bicicleta, Poli pedaleaba de cuneta a cuneta hacia la nada. Era aterrador. Y bello.

Al fin, llegó arriba, con apenas un minuto sobre el elefantito del Carrera. Al coronar, tuvo tiempo para pararse un instante para abrocharse el maillot y respirar. No sabemos si, en aquel instante, encontró la calma y cierta felicidad, como Camus imaginó a Sísifo. Pero todos comprendimos que aquel hombre seguiría subiendo para siempre la montaña pelada.

Poli acabó ganando aquella etapa dramática, improbable, absurda. Como la existencia. La gente volvió a concederle la indiferencia y lo olvidó como suele olvidar las intrascendencias y los polvos de una noche.