Lo peor que le pudo pasar a Eros Poli aquella tarde de
verano de 1994 fue la indiferencia. Nadie recuerda con claridad los motivos por
los que un gigantón de dos metros de altura probó suerte en una fuga en solitario
en una etapa con el Mont Ventoux a pocos kilómetros de la llegada en Carpentras.
Era absurdo e improbable, por lo que el pelotón se tomó la etapa con
tranquilidad y lo olvidó por completo, condenándole a un sufrimiento no
reservado para él.

Poli no se creía lo que estaba pasando. Enfrentarse solo a
la montaña pelada eterna, una piedra demasiado pesada para él, una empresa
abocada al fracaso y al ridículo. No tuvo más remedio que tirar hacia delante, con
cara de circunstancias y sufrimiento. Cada kilómetro, cada metro, todavía entre
la vegetación, era una carga insoportable y humillante. Perdía un minuto por
kilómetro, una vida en cada metro, a la velocidad que iba despareciendo el
oxígeno en el puerto.
Por detrás, nadie se acordaba de él. La diferencia con
cabeza de carrera se reducía sin querer y las cosas sucedían como solían suceder. Pantani
pasaba una página en la historia de las generaciones del ciclismo al dejar
tirado a Luc Leblanc e Indurain ponía su marcheta. Por no aburrirse, más que
nada.
Con estos escarceos, la cámara hizo un favor al italiano olvidándolo
algunos kilómetros, pero pronto se rindió al espectáculo. En el paisaje lunar,
con viento de cara, un gigante que tenía problemas para mantenerse sobre la
bicicleta se entregaba a un esfuerzo inútil, absurdo, una penitencia atroz para
un lanzador de sprinters. Un hombre solo al comando, gritaban emocionados los
veteranos reporteros radiofónicos y los románticos. Los más jóvenes y
posmodernos lo obervaban con incredulidad y cierto cachondeo. Retorciéndose en
la bicicleta, Poli pedaleaba de cuneta a cuneta hacia la nada. Era aterrador. Y
bello.
Al fin, llegó arriba, con apenas un minuto sobre el
elefantito del Carrera. Al coronar, tuvo tiempo para pararse un instante para
abrocharse el maillot y respirar. No sabemos si, en aquel instante, encontró la
calma y cierta felicidad, como Camus imaginó a Sísifo. Pero todos comprendimos que
aquel hombre seguiría subiendo para siempre la montaña pelada.
Poli acabó ganando aquella etapa dramática, improbable,
absurda. Como la existencia. La gente volvió a concederle la indiferencia y lo
olvidó como suele olvidar las intrascendencias y los polvos de una noche.
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