12 dic 2011

Sísifo en el Mont Ventoux

Lo peor que le pudo pasar a Eros Poli aquella tarde de verano de 1994 fue la indiferencia. Nadie recuerda con claridad los motivos por los que un gigantón de dos metros de altura probó suerte en una fuga en solitario en una etapa con el Mont Ventoux a pocos kilómetros de la llegada en Carpentras. Era absurdo e improbable, por lo que el pelotón se tomó la etapa con tranquilidad y lo olvidó por completo, condenándole a un sufrimiento no reservado para él.

Así, el corredor de italiano comenzó la subida al coloso con más de 20 minutos de ventaja sobre un soporífero pelotón donde dominaba un tal Indurain, que ya llevaba ocho minutos en la general a Virenque y al resto de mediocres. En aquellos tiempos, el navarro ganaba los tours en la primera contrarreloj y ponía los puntos sobre las íes en el primer test de montaña para regocijo de los españoles y hartazgo de los aficionados al ciclismo. Años de aburrimiento y exaltación patriótica.

Poli no se creía lo que estaba pasando. Enfrentarse solo a la montaña pelada eterna, una piedra demasiado pesada para él, una empresa abocada al fracaso y al ridículo. No tuvo más remedio que tirar hacia delante, con cara de circunstancias y sufrimiento. Cada kilómetro, cada metro, todavía entre la vegetación, era una carga insoportable y humillante. Perdía un minuto por kilómetro, una vida en cada metro, a la velocidad que iba despareciendo el oxígeno en el puerto.

Por detrás, nadie se acordaba de él. La diferencia con cabeza de carrera se reducía sin querer  y las cosas sucedían como solían suceder. Pantani pasaba una página en la historia de las generaciones del ciclismo al dejar tirado a Luc Leblanc e Indurain ponía su marcheta. Por no aburrirse, más que nada.

Con estos escarceos, la cámara hizo un favor al italiano olvidándolo algunos kilómetros, pero pronto se rindió al espectáculo. En el paisaje lunar, con viento de cara, un gigante que tenía problemas para mantenerse sobre la bicicleta se entregaba a un esfuerzo inútil, absurdo, una penitencia atroz para un lanzador de sprinters. Un hombre solo al comando, gritaban emocionados los veteranos reporteros radiofónicos y los románticos. Los más jóvenes y posmodernos lo obervaban con incredulidad y cierto cachondeo. Retorciéndose en la bicicleta, Poli pedaleaba de cuneta a cuneta hacia la nada. Era aterrador. Y bello.

Al fin, llegó arriba, con apenas un minuto sobre el elefantito del Carrera. Al coronar, tuvo tiempo para pararse un instante para abrocharse el maillot y respirar. No sabemos si, en aquel instante, encontró la calma y cierta felicidad, como Camus imaginó a Sísifo. Pero todos comprendimos que aquel hombre seguiría subiendo para siempre la montaña pelada.

Poli acabó ganando aquella etapa dramática, improbable, absurda. Como la existencia. La gente volvió a concederle la indiferencia y lo olvidó como suele olvidar las intrascendencias y los polvos de una noche. 

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