La voz de Pedro Barthe acabó con los años sonando a parqué,
aunque eso sucedió mucho después de que nos sobresaltara la merienda una tarde
de primavera de 1991. Es probable que en aquella época no conociéramos con
exactitud el significado del término “dantesco” pero no tuvimos problema en
advertir la extrema gravedad de la situación.
Se jugaba la final de la Recopa de Europa de baloncesto en
la apacible ciudad suiza de Ginebra. El CAI Zaragoza y el Paok de Salonica
luchaban por el primer título europeo para las dos formaciones.
Los aficionados griegos, que en aquel tiempo se tomaban las cosas bastante a
pecho, tomaron la tranquila localidad helvética para asegurar el trofeo y otorgaron
los maños la condición de refugiados.
El partido comenzó así, tras una eternidad de retraso,
condicionado por el extraordinario ambiente intimidatorio fabricado por los
aficionados rivales. Sin embargo, el CAI se olvidó de no querer jugar, se
sobrepuso y logró controlar el encuentro. Los jugadores del PAOK, liderados por
Prelevic, parecían atenazados por la tranquilidad de los maños y la brutal
presión de su propia afición. Parecía que todo iba bien y la Virgen del Pilar
se empezaba a poner guapa para recibir a la copa.
Tal era la situación que los griegos, conscientes del peligroso
cariz que tomaba el partido, optaron por el viejo recurso de romper la baraja.
En el pabellón, como era de esperar, comenzó a llover. Mecheros y monedas,
sobre todo. Tras unos segundos de duda,
los árbitros suspendieron el encuentro y mandaron a los jugadores a los
vestuarios. A los españoles, porque los del Paok se quedaron en la pista. El
caos reinó.
Nosotros aún no sabíamos nada de la vida ni de que los Balcanes
estaban ya aquella tarde de 1991 a punto de hervir. Éramos niños y hermosos y Ginebra
se había convertido en el escenario de nuestra primera batalla por televisión. Los
Arcega eran nuestros soldados y Pedro Barthe nuestro valiente corresponsal de
guerra.
Y, en ese momento, con el partido parado, el carismático
capitán griego Fasoulas, micrófono en mano en mitad de la pista, tranquilizó a sus aficionados y nos anunció el fin de la inocencia. Desde
entonces, todo fue a peor. Cuando se reanudó el partido, a la pista ya no salió
el CAI sino un pelotón de prisioneros derrotados. Los griegos dieron la vuelta
al marcador mientras sus rivales sólo pensaban en la evacuación. Al final, el
PAOK levantó su título europeo y los maños huyeron como pudieron de la inhóspita Ginebra.
Puede que la memoria magnifique y embellezca estos hechos,
que los maños reescribieran la historia a su gusto y se reservaran el papel de
nobles ultrajados, de beautiful losers.
De hecho, y por suerte, no hubo que lamentar heridos y las cosas acabaron
transcurriendo con cierta normalidad. Es posible también que el camino hacia la
estación no fuera el desembarco en Normandía y que la violencia griega se
quedara en simple intimidación que dio sus frutos. Que Barthe exagerara. En
definitiva, podría llegarse a la conclusión de que fue una encerrona de libro.
Que nos cagamos más de la cuenta. Pero si no podemos vestir a nuestro antojo
las derrotas, entonces sí que ya no nos quedará nada.
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