En Dog days (2001), Ulrich Seidl nos regala sin ningún
remordimiento un recital de desagradable y ridícula perversión y decadencia de
la sociedad austriaca de primeros de milenio. Por la obra desfilan jóvenes
metanfetamínicos adictos al sexo y a la violencia, parejas de mediana edad
abandonadas y desequilibradas, ancianos solitarios y locos, mujeres maduras que
acuden al maltrato cuasi animal y, en
general, todo tipo de perturbados. Una pandilla muy edificante, vamos.
La película, pese a su desmedido exceso, tiene su indudable
interés por el indiscutible talento de su director y como enésimo acercamiento
al vacío moral y existencial de la ciudadanía acomodada de nuestra época, esta vez desde una
punto de vista bastante hardcore, como visión desesperanzada de la
hipócrita, reprimida y desorientada sociedad del siglo XXI.
Hay quien apunta una relación más o menos estrecha entre
esta película y la obra del también austriaco Michael Haneke. Pero, aunque comparten
algunos puntos en común tanto en la forma como en el contenido, Dog days está muy alejada de la profundidad y
objetivo moralizante del autor de El séptimo continente. Haneke denuncia la
violencia y la falta de comunicación; Seidl escupe sin ninguna sutileza esa
violencia e incomunicación.
En todo caso, la película sí utiliza dos recursos
absolutamente magistrales para ilustrar esta lamentable realidad y cuyos
peligros no están excesivamente asumidos por la sociedad: el calor y el
extrarradio.
Así, la acción transcurre en esos
pocos días de calor sofocante que sufren cada año los austriacos (no saben la
suerte que tienen) en los que sale a relucir lo peor de cada cual. Y es que
resulta obvio que las altas temperaturas nunca han acompañado ningún avance
social ni implementado ninguna actividad productiva y que, sobre todo, son absolutamente
perjudiciales para la estabilidad mental.
En este sentido, resulta absolutamente sorprendente que
muchos ciudadanos occidentales muestren un increíble apego al verano, como si
encontraran algún placer desconocido en sudar continuamente y no poder dormir,
por citar sólo dos de los inconvenientes menos peligrosos de esta época del
año.
Otra de las estupideces que denuncia Seidl es la extraña costumbre
de tomar el sol. El autor austriaco nos muestra en una de las escenas de
la pasada década a los vecinos de una lamentable urbanización tumbados ridículamente en
su terraza como si fueran perros, buscando desesperadamente alguna variedad de
cáncer de piel o algún otro tesoro que se me escapa.
Más allá del diabólico calor, hay que destacar además la habilidad
de Seidl al situar esta historia en el extrarradio, auténticos infiernos de la
sociedad actual. Ya sea en su versión de chalets para ricachones, de asquerosas urbanizaciones para clases medias
con pretensiones, de gigantes y feos edificios de viviendas de protección
oficial o de macrocentros comerciales donde malgastar tu existencia, auténticos templos de lo absurdo, resulta evidente que los entornos circunvalatorios conducen
inevitablemente a la pérdida de cordura, a la incomunicación o incluso, como
plantea el autor austriaco, a la perversión, al colocar en la trastienda de un
centro comercial un cuarto oscuro donde los desorientados personajes olvidan
por un momento y profundizan sin remedio en la podredumbre de su alma en
horario laboral.
Y es que cualquiera con dos dedos de frente que se lo pueda
permitir tratará de buscar bien un entorno lo más urbano posible, bien el aislamiento rural, pero siempre evitará en lo posible estos inhóspitos
lugares donde lo más humano que uno se puede encontrar es, como señala Seidl, a
una perturbada que se pasa el día pidiendo a los conductores que la lleven a dar
una vuelta para hablarles sin parar de listas de electrodomésticos e
interrogarles sobre sus tristes vidas. Incluso, si tienen suerte, se puede
callar un rato y ponerles una bonita canción que siempre lleva consigo y que
hará algo menos dolorosa la eterna circunvalación que no conduce a ninguna parte.
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