18 oct 2012

El infierno del extrarradio


En Dog days (2001), Ulrich Seidl nos regala sin ningún remordimiento un recital de desagradable y ridícula perversión y decadencia de la sociedad austriaca de primeros de milenio. Por la obra desfilan jóvenes metanfetamínicos adictos al sexo y a la violencia, parejas de mediana edad abandonadas y desequilibradas, ancianos solitarios y locos, mujeres maduras que acuden al maltrato cuasi animal  y, en general, todo tipo de perturbados. Una pandilla muy edificante, vamos.


La película, pese a su desmedido exceso, tiene su indudable interés por el indiscutible talento de su director y como enésimo acercamiento al vacío moral y existencial de la ciudadanía acomodada de nuestra época, esta vez desde una punto de vista bastante hardcore, como visión desesperanzada de la hipócrita, reprimida y desorientada sociedad del siglo XXI.

Hay quien apunta una relación más o menos estrecha entre esta película y la obra del también austriaco Michael Haneke. Pero, aunque comparten algunos puntos en común tanto en la forma como en el contenido,  Dog days está muy alejada de la profundidad y objetivo moralizante del autor de El séptimo continente. Haneke denuncia la violencia y la falta de comunicación; Seidl escupe sin ninguna sutileza esa violencia e incomunicación.

En todo caso, la película sí utiliza dos recursos absolutamente magistrales para ilustrar esta lamentable realidad y cuyos peligros no están excesivamente asumidos por la sociedad: el calor y el extrarradio.

Así, la acción transcurre en esos pocos días de calor sofocante que sufren cada año los austriacos (no saben la suerte que tienen) en los que sale a relucir lo peor de cada cual. Y es que resulta obvio que las altas temperaturas nunca han acompañado ningún avance social ni implementado ninguna actividad productiva y que, sobre todo, son absolutamente perjudiciales para la estabilidad mental.

En este sentido, resulta absolutamente sorprendente que muchos ciudadanos occidentales muestren un increíble apego al verano, como si encontraran algún placer desconocido en sudar continuamente y no poder dormir, por citar sólo dos de los inconvenientes menos peligrosos de esta época del año.

Otra de las estupideces que denuncia Seidl es la extraña costumbre de tomar el sol. El autor austriaco nos muestra en una de las escenas de la pasada década a los vecinos de una lamentable urbanización tumbados ridículamente en su terraza como si fueran perros, buscando desesperadamente alguna variedad de cáncer de piel o algún otro tesoro que se me escapa.

Más allá del diabólico calor, hay que destacar además la habilidad de Seidl al situar esta historia en el extrarradio, auténticos infiernos de la sociedad actual. Ya sea en su versión de chalets para ricachones, de asquerosas urbanizaciones para clases medias con pretensiones, de gigantes y feos edificios de viviendas de protección oficial o de macrocentros comerciales donde malgastar tu existencia, auténticos templos de lo absurdo, resulta evidente que los entornos circunvalatorios conducen inevitablemente a la pérdida de cordura, a la incomunicación o incluso, como plantea el autor austriaco, a la perversión, al colocar en la trastienda de un centro comercial un cuarto oscuro donde los desorientados personajes olvidan por un momento y profundizan sin remedio en la podredumbre de su alma en horario laboral.

Y es que cualquiera con dos dedos de frente que se lo pueda permitir tratará de buscar bien un entorno lo más urbano posible, bien el aislamiento rural, pero siempre evitará en lo posible estos inhóspitos lugares donde lo más humano que uno se puede encontrar es, como señala Seidl, a una perturbada que se pasa el día pidiendo a los conductores que la lleven a dar una vuelta para hablarles sin parar de listas de electrodomésticos e interrogarles sobre sus tristes vidas. Incluso, si tienen suerte, se puede callar un rato y ponerles una bonita canción que siempre lleva consigo y que hará algo menos dolorosa la eterna circunvalación que no conduce a ninguna parte.   

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