Los entusiasmos generalizados
suelen entristecerme pero eso es problema mío y por supuesto no lo es de quienes disfrutan de la existencia ni tampoco de la serie Homeland. Esta obra de la cadena
Showtime se ha convertido en apenas temporada y media en una especie de
referente para los llamados amantes de las series, nueva clase social generalmente
joven (cada vez menos, ¡eh!), desorientada, elitista, con carrera, Twitter y lamentablemente
ahora desempleada en su mayoría. Aunque sean series vistas en un ordenador, por
amar que no quede.
Por si hay alguien que quede sin
saberlo, Homeland es una serie de espías que bebe y de alguna manera trata de
superar el trauma post 11-S mediante una propuesta aparentemente atrevida y
arriesgada. La obra se basa en la extraordinaria potencia de su premisa inicial
(un marine americano dado por muerto es rescatado tras ocho años secuestrado
por Al-Qaeda y una agente de la CIA sospecha que puede haber sido captado
por este grupo) y discurre con cierto
oficio por los habituales cánones más convencionales de la narrativa de espías
para dummies.
Sí es cierto que, además de la
fuerza del arranque, la serie introduce arquetipos y ambigüedades no demasiado
utilizados en la televisión de masas, pero en el fondo estamos ante un folletín
con pretensiones de espías y posibles terroristas al que, por exigencias del
género, se le da demasiadas vueltas para completar los capítulos firmados. Incluso,
en uno de estos giros de la trama, se llega sin pudor al absurdo de liar
sentimentalmente a los dos protagonistas. Ambos están de manicomio, por cierto.
Pese a ello, la serie hubiera
pasado a la historia de la televisión y hubiera superado definitivamente el duelo del 11-S en la ficción occidental si el personaje principal hubiera hecho en
el último capítulo lo que se suponía que tenía que hacer y no se hubiera
entregado, como lamentablemente era de esperar, a un desenlace pobre de
telefilme de sobremesa.
Pero esto no acababa aquí. Por aquello de las audiencias, porque así lo establece la llamada “era de las series” y porque también así lo esperan sus amantes, resultaba al parecer
absolutamente imprescindible una segunda temporada que doblara la duración de una narración a la que le sobraba el 70%, lo que hacía presagiar el desastre total.
Sin embargo, aquí he de reconocer
la eficacia que han demostrado hasta el momento los guionistas con semejante
regalo envenenado. En los cuatro primeros capítulos (que he visto ante la persistente insistencia de algunos amigos), asumiendo la imposibilidad de mantener el mismo juego argumental del
pasado año, han acelerado sorprendentemente la trama y hasta podría parecer que
tratan de pasar página y resituar de alguna manera la obra.
Veremos cómo evoluciona la serie
y la audacia de sus escritores, a quienes animamos fervientemente a incluir un
atentado terrorista que no sea salvado en el último suspiro por nuestra
trastornada heroína de la CIA y, por supuesto, a eliminar de una vez al ya
incomprensible personaje principal y a su insólita familia, que cargan desde
hace tiempo. De esta manera, nuestra vida seguiría igual pero podríamos disfrutar de una serie de espías
pseudoadulta.
En todo caso, no soy excesivamente optimista
sobre los derroteros que tomará Homeland, más aún cuando está siendo alabada mayoritariamente por público y crítica. Hasta el punto de que se está comparando
este producto manido, conformista, efectista y tramposo con algunas de las
mejores series de los últimos años. Pero esto también es sólo problema mío y no
de los que aman.
(Una humilde recomendación: la interesante "Rubicon", que no despertó entusiasmo generalizado y quizás por ello la tenemos más cariño del que realmente merece, nos acercaba al mundo de los espías desde una óptica más realista, adulta y honesta)
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