9 dic 2012

Heroínas silenciosas


Lo verdaderamente sorprendente en De tu ventana a la mía es que haya sido firmada por una debutante. Paula Ortiz ofrece una película de factura sublime, con fotografía y encuadres extraordinarios, que revela una madurez impactante.   

El filme se acerca a tres mujeres (interpretadas por Leticia Dolera, Maribel Verdú y Luisa Gavasa), de distintas edades y en diferentes momentos del siglo pasado, que tienen que afrontar situaciones dramáticas y renunciar a sus vidas y a sus sueños.


Ortiz utiliza estas tres historias para intentar construir una especie de homenaje a las heroínas silenciosas, a su sufrimiento y lucha callada para intentar seguir adelante. Un poema desolado y reivindicativo sobre la esperanza. Lo ejecuta con insolente preciosismo, logrando un resultado desigual pero convincente.

El problema de la obra surge cuando nos acercamos al guión. Es una pena descubrir dos tramas bastante tópicas y previsibles (en especial, la ambientada en la Guerra Civil), que salvan de alguna manera la presencia de Dolera, la interpretación de Verdú y la magistral dirección. Y es que, pese a los estimables esfuerzos barrocos de Ortiz en ambas, sólo será en la historia ambientada en los años setenta, que aborda la amargura de la llegada de la vejez y la enfermedad, más simple y desnuda, cuando verdaderamente se eleva la película. Hay algunos momentos en este capítulo realmente inolvidables.

En conjunto, una cinta triste, excesiva, con alma poética no del todo lograda. Pero también muy bella. Y con una dirección exquisita.

Al ver De tu ventana a la mía resulta también inevitable preguntarse dónde coño está el público de cine español ¿Por qué una obra tan emocionante y bien realizada no ha llegado al espectador medio? De verdad, es para hacérnoslo mirar.

7 dic 2012

De analfabetos emocionales


Llega un momento en la trayectoria de la mayoría de directores en el que deciden abordar un retrato de su propia generación, generalmente desesperanzado. Lo curioso de Cesc Gay, además de ya llevar unos cuantos (como En la ciudad), es que su acercamiento más acertado y profundo a la desorientación vital de la madurez lo consiguió precisamente con la película que no iba tan abiertamente de ello: la excepcional e infravalorada Ficción.

Quizás aquí radica uno de los mayores problemas de la por otro lado estimable Una pistola en cada mano, estrenada en España esta semana. Su evidente tesis sobre el ridículo existencial masculino acaba lastrando y encorsetando al conjunto de la obra. El forzado objetivo discursivo sobre el analfabetismo emocional de los hombres, sus exagerados subrayados y la necesidad de recordarnos en cada escena que está radiografiando las derrotas, miserias e hipocresías de los tipos acomodados que han pasado los cuarenta provoca lamentablemente que desde la primera secuencia nos sepamos ya la película entera. Y que queden a la vista sus pretensiones y costuras, lo que nos quiere contar o más bien deletrear.


Gay estructura su obra a través de varios capítulos sostenidos por diálogos accidentales. Los textos, escritos con talento e inteligencia para tratar de evitar la irregularidad habitual en este tipo de formatos, abordan el desconcierto del hombre occidental tras el ocaso del macho y la ausencia de nuevos referentes. Componen una antología quizás excesiva de humillaciones del varón contemporáneo, cubierta por un humor cruel y compasivo, y que otorga a las mujeres una superioridad sentimental tan aplastante que a algunos puede resultarles aterradora. Los papeles se reservan a una especie de all star de la interpretación española, en el que no me detendré porque para eso ya están los suplementos dominicales.

Una pistola en cada mano resulta ideal para vomitar reflexiones existenciales afectadas y pretenciosas, tan habituales en este blog. En esta ocasión, por la machacona obviedad de este mensaje en el filme y porque otros lo hacen mucho mejor (como Luis Martínez en El Mundo), les ahorraré este trago. Sólo apuntaré para finalizar que Cesc Gay ha firmado una buena película, que gustará bastante y que, por supuesto, puede llevar la cabeza bien alta en el panorama del cine español de este año. Pero de tanto enfatizar el patetismo ridículo de los hombres, el autor catalán ha estado a un paso de redimirlos y de desnudar involuntaria e irremediablemente a las mujeres.   

3 dic 2012

El diputado y lo que pudimos haber sido


Revisar una película de Eloy de la Iglesia supone también de alguna manera lamentar treinta años de cine español. El que podía haber sido.

El director vasco fue un transgresor. Pero no desde el punto de vista estético y superficial en el que acabaron derivando algunos de sus contemporáneos, sino que siempre afrontó desde la honestidad y el inconformismo los socavones sociales y morales de la transición española. Lamentablemente, su cine, feo y quizás limitado, así como algunos de sus actores y tantos jóvenes de entonces, acabaría unido injustamente en el subconsciente colectivo al de una generación destrozada por la heroína y sus consecuencias y ya olvidada por casi todos. Y con el apelativo de quinqui.

Gracias a Filmin, he vuelto a ver en las últimas semanas El diputado (1978), en la que José Sacristán interpreta al dirigente de un partido comunista que esconde su homosexualidad y su gusto por los chicos jóvenes. El planteamiento fue polémico en su época pero lo verdaderamente aterrador es preguntarse si lo sería en nuestros elitistas días, en los que se se ponen bombas o encausan a humoristas por bromear o satirizar sobre religión.


Más allá de controversias mojigatas, El diputado es ante todo una película tristísima, tanto política como humanamente. De la Iglesia aborda en este filme una reflexión pesimista y angustiada sobre las engañosas conquistas, sobre una democracia recién nacida pero ya amputada en la que se mantienen estructuras colectivas intolerantes y ciegas ante lo marginal, lo radical, lo cual tiene también algo de premonitorio sobre el cine español que vendría. Y compone una acertada elegía sobre la libertad absoluta en medio de la libertad cacareada.

La cinta contiene una carga de profundidad seguramente no buscada que hoy resulta devastadora. El piso de la clandestinidad, en el que se soñaba con el fin de la dictadura y con ventanas abiertas, se convierte con la llegada de la democracia en el picadero al que el protagonista llevará a escondidas a un chapero menor en una terrible y curiosa metáfora adelantada a su tiempo. Sobre nosotros mismos, por cierto.

Conviene apuntar que el conjunto resulta bastante imperfecto y con cierto aire amateur, como toda su obra, tan menospreciada por el establishment cinematográfico de nuestro país. Pero es sin duda más valiente que la mayoría de las películas realizadas en España en las siguientes tres décadas. Hay más huevos en una secuencia de El diputado que en toda la filmografía de Amenábar. Cine político o social con mayúsculas, tan poco académico como exitoso en su tiempo, que pasa de autocomplacientes o sentimentaloides retratos sobre nuestra reciente historia o sobre nuestros deseos e hipocresías y los desenmascara y zarandea con un atrevimiento hoy desconocido. Y que nos recuerda con tristeza infinita lo que pudimos haber sido.