Revisar una película de Eloy de la Iglesia supone también de alguna manera lamentar
treinta años de cine español. El que podía haber sido.
El director vasco fue un transgresor. Pero no desde el punto
de vista estético y superficial en el que acabaron derivando algunos de sus contemporáneos,
sino que siempre afrontó desde la honestidad y el inconformismo los socavones sociales y
morales de la transición española. Lamentablemente, su cine, feo y quizás limitado, así como algunos de sus actores y tantos jóvenes de entonces, acabaría unido injustamente en el
subconsciente colectivo al de una generación destrozada por la heroína y sus consecuencias y ya olvidada por casi todos. Y con el apelativo de quinqui.
Gracias a Filmin, he vuelto a ver en las últimas semanas El diputado (1978), en
la que José Sacristán interpreta al dirigente de un partido comunista que
esconde su homosexualidad y su gusto por los chicos jóvenes. El
planteamiento fue polémico en su época pero lo verdaderamente aterrador es
preguntarse si lo sería en nuestros elitistas días, en los que se se ponen bombas
o encausan a humoristas por bromear o satirizar sobre religión.
Más allá de controversias mojigatas, El diputado es ante todo una película
tristísima, tanto política como humanamente. De la Iglesia aborda en este filme
una reflexión pesimista y angustiada sobre las engañosas conquistas, sobre una democracia recién nacida pero ya amputada en la que se mantienen estructuras colectivas intolerantes y ciegas ante lo marginal, lo radical, lo cual tiene también algo de premonitorio sobre el cine español que vendría. Y compone una acertada elegía sobre la libertad absoluta en
medio de la libertad cacareada.
La cinta contiene una carga de profundidad seguramente no
buscada que hoy resulta devastadora. El piso de la clandestinidad, en el que se soñaba con el fin de la dictadura y con ventanas abiertas, se convierte con la llegada de la democracia en el picadero al que el
protagonista llevará a escondidas a un chapero menor en una terrible y curiosa metáfora
adelantada a su tiempo. Sobre nosotros mismos, por cierto.
Conviene apuntar que el
conjunto resulta bastante imperfecto y con cierto aire amateur, como toda su obra, tan menospreciada por el establishment cinematográfico de nuestro país. Pero es sin duda más valiente que la
mayoría de las películas realizadas en España en las siguientes tres décadas. Hay más
huevos en una secuencia de El diputado que en toda la filmografía de Amenábar. Cine
político o social con mayúsculas, tan poco académico como exitoso en su tiempo, que pasa de autocomplacientes o
sentimentaloides retratos sobre nuestra reciente historia o sobre nuestros
deseos e hipocresías y los desenmascara y zarandea con un atrevimiento hoy
desconocido. Y que nos recuerda con tristeza infinita lo que pudimos haber sido.
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