3 dic 2012

El diputado y lo que pudimos haber sido


Revisar una película de Eloy de la Iglesia supone también de alguna manera lamentar treinta años de cine español. El que podía haber sido.

El director vasco fue un transgresor. Pero no desde el punto de vista estético y superficial en el que acabaron derivando algunos de sus contemporáneos, sino que siempre afrontó desde la honestidad y el inconformismo los socavones sociales y morales de la transición española. Lamentablemente, su cine, feo y quizás limitado, así como algunos de sus actores y tantos jóvenes de entonces, acabaría unido injustamente en el subconsciente colectivo al de una generación destrozada por la heroína y sus consecuencias y ya olvidada por casi todos. Y con el apelativo de quinqui.

Gracias a Filmin, he vuelto a ver en las últimas semanas El diputado (1978), en la que José Sacristán interpreta al dirigente de un partido comunista que esconde su homosexualidad y su gusto por los chicos jóvenes. El planteamiento fue polémico en su época pero lo verdaderamente aterrador es preguntarse si lo sería en nuestros elitistas días, en los que se se ponen bombas o encausan a humoristas por bromear o satirizar sobre religión.


Más allá de controversias mojigatas, El diputado es ante todo una película tristísima, tanto política como humanamente. De la Iglesia aborda en este filme una reflexión pesimista y angustiada sobre las engañosas conquistas, sobre una democracia recién nacida pero ya amputada en la que se mantienen estructuras colectivas intolerantes y ciegas ante lo marginal, lo radical, lo cual tiene también algo de premonitorio sobre el cine español que vendría. Y compone una acertada elegía sobre la libertad absoluta en medio de la libertad cacareada.

La cinta contiene una carga de profundidad seguramente no buscada que hoy resulta devastadora. El piso de la clandestinidad, en el que se soñaba con el fin de la dictadura y con ventanas abiertas, se convierte con la llegada de la democracia en el picadero al que el protagonista llevará a escondidas a un chapero menor en una terrible y curiosa metáfora adelantada a su tiempo. Sobre nosotros mismos, por cierto.

Conviene apuntar que el conjunto resulta bastante imperfecto y con cierto aire amateur, como toda su obra, tan menospreciada por el establishment cinematográfico de nuestro país. Pero es sin duda más valiente que la mayoría de las películas realizadas en España en las siguientes tres décadas. Hay más huevos en una secuencia de El diputado que en toda la filmografía de Amenábar. Cine político o social con mayúsculas, tan poco académico como exitoso en su tiempo, que pasa de autocomplacientes o sentimentaloides retratos sobre nuestra reciente historia o sobre nuestros deseos e hipocresías y los desenmascara y zarandea con un atrevimiento hoy desconocido. Y que nos recuerda con tristeza infinita lo que pudimos haber sido.

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