2 nov 2012

Víctimas, intimidad y morbo


Según las frías e injustas estadísticas, cada día mueren en España cuatro personas en accidentes de tráfico y, como mucho, lo máximo que sabremos de ellas se reducirá a sus iniciales. También se suicidan ocho, de las que nunca tendremos ninguna noticia.

El pasado miércoles se produjo un suceso trágico en una fiesta celebrada en un pabellón de Madrid que acabó con la vida de tres jóvenes en una aglomeración. Pocas horas después, sus nombres completos, fotos y hasta algún perfil reinaban en las ediciones digitales de los principales medios de comunicación del país y se utilizaban en piezas de radio y televisión.

Dejando a un lado el interesantísimo debate sobre los moldeables y azarosos criterios que utilizan los medios para convertir algunos sucesos en gran noticia y otros no, resultan incomprensibles los factores que conducen a periódicos y televisiones a hacer públicas las identidades de las víctimas en ciertos acontecimientos ¿Por qué en un incendio o una explosión de gas en una vivienda no se suelen publicar? ¿Tiene que ver con el alcance que han decidido dar a la noticia? ¿Si las publica uno, los demás se lanzan? ¿O simplemente se reduce a una cuestión de morbo?

No lo he comprobado pero estoy seguro de que los perfiles o artículos en los que nos cuentan la vida o nos muestran las fotos de estas jóvenes se sitúan entre las informaciones más vistas de las páginas web y de los informativos. La audiencia es así y lamentablemente navega cómoda en el lodazal. Pero lo chocante es que este tipo de revelaciones sobre víctimas de tragedias también son alabadas entre la élite de la crítica periodística.

Así, The New York Times cosechó todo tipo de premios periodísticos por los perfiles de los fallecidos en los atentados del 11-S. Años después, tras los atentados de Madrid, los principales periódicos españoles realizaron igualmente este tipo de artículos sobre los asesinados aquella triste mañana. También recibieron galardones y elogios. Si bien hay que reconocer que la mayoría de los textos estaban escritos con delicadeza (aunque en algunos había veleidades pseudoliterarias que no venían a cuento), lo cierto es que eran una colección de relatos de vidas privadas de estos desafortunados, con todo tipo de innecesarios  y embarazosos detalles sobre a quién amaban, su trabajo, sus aficiones o su equipo de fútbol favorito. Al parecer, se les quería rendir tributo, pero la línea entre el periodismo, el homenaje y el simple espectáculo es muy fina.  

Habrá quien argumente que las familias dan el visto bueno e incluso colaboran en este tipo de reportajes. Y que los pueden percibir como una especie de despedida o reivindicación de sus seres queridos desaparecidos. No dudo de que en algunos casos pueda ser así. Pero aún en estas circunstancias no podemos olvidar que debemos un respeto a la persona fallecida, que nunca hubiera deseado ser protagonista de un suceso de este tipo, y a la que lamentablemente ya no podemos preguntar sobre si le importa que se publique su nombre y su foto o se escriba sobre su carácter, sus hobbies o sus sueños pendientes.

En mi opinión, este tipo de prácticas suponen en el mejor de los casos una evidente intromisión en la intimidad de las víctimas y de sus familias (cuyo último problema en esos terribles momentos es la deontología periodística, obviamente), que incluso tienen que soportar a reporteros y cámaras de televisión en el tanatorio. En el peor, convertir las tragedias en entretenimiento.

Aunque bien es cierto que puede que la culpa no resida completamente en los medios y que reclamar cierto pudor y anonimato en una época en la que publicamos nuestras fotos y nuestras vidas en Facebook y geolocalizamos nuestra posición y sentimientos sea una batalla perdida de antemano.

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