Según las frías e injustas estadísticas, cada día mueren en España cuatro personas en accidentes
de tráfico y, como mucho, lo máximo que sabremos de ellas se reducirá a sus
iniciales. También se suicidan ocho, de las que nunca tendremos ninguna noticia.
El pasado miércoles se produjo un
suceso trágico en una fiesta celebrada en un pabellón de Madrid que acabó con la vida de tres jóvenes en una aglomeración. Pocas
horas después, sus nombres completos, fotos y hasta algún perfil reinaban en
las ediciones digitales de los principales medios de comunicación del país y se
utilizaban en piezas de radio y televisión.
Dejando a un lado el interesantísimo debate sobre los moldeables
y azarosos criterios que utilizan los medios para convertir algunos sucesos en gran
noticia y otros no, resultan incomprensibles los factores que conducen a periódicos
y televisiones a hacer públicas las identidades de las víctimas en ciertos
acontecimientos ¿Por qué en un incendio o una explosión de gas en una vivienda
no se suelen publicar? ¿Tiene que ver
con el alcance que han decidido dar a la noticia? ¿Si las publica uno, los
demás se lanzan? ¿O simplemente se reduce a una cuestión de morbo?
No lo he comprobado pero estoy seguro de que los perfiles o artículos en los que nos cuentan la vida o nos muestran las fotos de estas jóvenes se sitúan entre
las informaciones más vistas de las páginas web y de los informativos. La audiencia
es así y lamentablemente navega cómoda en el lodazal. Pero lo chocante es que
este tipo de revelaciones sobre víctimas de tragedias también son alabadas entre
la élite de la crítica periodística.
Así, The New York
Times cosechó todo tipo de premios periodísticos por los perfiles de los
fallecidos en los atentados del 11-S. Años después, tras los atentados de
Madrid, los principales periódicos españoles realizaron igualmente este tipo de
artículos sobre los asesinados aquella triste mañana. También recibieron
galardones y elogios. Si bien hay que reconocer que la mayoría de los textos
estaban escritos con delicadeza (aunque en algunos había veleidades
pseudoliterarias que no venían a cuento), lo cierto es que eran una colección de relatos de vidas
privadas de estos desafortunados, con todo tipo de innecesarios y embarazosos detalles sobre a quién
amaban, su trabajo, sus aficiones o su equipo de fútbol favorito. Al parecer, se les quería rendir tributo,
pero la línea entre el periodismo, el homenaje y el simple espectáculo es muy
fina.
Habrá quien argumente que las familias dan el visto bueno e
incluso colaboran en este tipo de reportajes. Y que los pueden percibir como una especie
de despedida o reivindicación de sus seres queridos desaparecidos. No dudo de
que en algunos casos pueda ser así. Pero aún en estas circunstancias no podemos
olvidar que debemos un respeto a la persona fallecida, que nunca hubiera deseado
ser protagonista de un suceso de este tipo, y a la que lamentablemente ya no
podemos preguntar sobre si le importa que se publique su nombre y su foto o se escriba sobre su carácter, sus
hobbies o sus sueños pendientes.
En mi opinión, este tipo de prácticas suponen en el mejor de
los casos una evidente intromisión en la intimidad de las víctimas y de
sus familias (cuyo último problema en esos terribles momentos es la deontología
periodística, obviamente), que incluso tienen que soportar a reporteros y cámaras de
televisión en el tanatorio. En el peor, convertir las tragedias en
entretenimiento.
Aunque bien es cierto que puede que la culpa no resida completamente en los medios y que reclamar cierto pudor y anonimato en una época en la que
publicamos nuestras fotos y nuestras vidas en Facebook y geolocalizamos nuestra
posición y sentimientos sea una batalla perdida de antemano.
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