A estas alturas no se esperaba ya
demasiado de ellos. Sin embargo, con más de ochenta años y en menos de ochenta
minutos, los hermanos Taviani han impartido una lección de fuerza y creatividad
cinematográfica capaz de empequeñecer a los ya no tan imberbes gurús de nuestra
época. César debe morir, ganadora del
Oso de Oro en el último Festival de Berlín, supone quizá uno de los más
impactantes y lúcidos acercamientos al género carcelario que jamás veremos.
La idea epata por su sencillez y
profundidad. Los directores italianos representan Julio César con presos reales de una cárcel de máxima seguridad y componen
un lúcido conjunto en el que se superponen las dos tragedias, la shakesperiana y la de los actores, en un
opresivo ambiente de potentísimos planos en blanco y negro (acompañados de una
contundente banda sonora) que sólo encontrarán la luz en la aprehensión colectiva
del drama, en la bella e inútil victoria del arte, en el conocimiento del abismo de cada cual cuando se vuelva a cerrar
la celda o se enciendan las luces de la sala.
Ya de paso, dan un recital de sabia
contención y eluden territorios tremendistas o sentimentales, tan habituales en
las obras carcelarias. En el filme no sobra ni falta nada.
Breve y enorme milagro en forma de película. Lección
de cine y tragedia de los Taviani. Y de interpretación por parte de unos
mafiosos y asesinos. No hay mucho más que decir.
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