27 jun 2012

Sobre Veep


Armando Ianucci es algo así como el primo golfo de Aaron Sorkin. Si éste te hace volver a ilusionarte con los Reyes Magos, el escocés es el típico amigo del colegio que suelta en medio de la clase que son los padres. Así, frente al academicismo idealista y la fe en los valores del norteamericano, Ianucci siempre prefiere enfangarse en la sátira más destructiva (y divertida) de la política y su entorno.

Veep es el intento del autor escocés de reproducir en Estados Unidos el éxito de su magnífica The thick of it, ambientada el Ministerio de Asuntos Sociales británico (y que daría lugar a la película In the loop). En esta ocasión, Ianucci se centra en las andanzas de la vicepresidenta de los Estados Unidos (interpretada por Julia Louis-Dreyfus) y de su equipo de asesores. Y utiliza las mismas armas que en su producto británico. Su estilo cercano al documental, cámara en mano, alejado de todo clasicismo y afectación y, sobre todo, su brutal mala leche a la hora de dibujar las tripas cotidianas de la política, a la que llena de asesores patéticos, ambiciosos y torpes.

Habría que apuntar al menos dos cuestiones que lastran a Veep respecto a su antecesora británica. En primer lugar, la serie norteamericana no alcanza el nivel de gamberrismo de The thick of it. Parece como si, pese a ser una producción de la HBO, Ianucci haya decidido cortarse un poco o como si ocho capítulos se hayan hecho un poco largos en relación a las temnporadas de tres de la británica. Por otro lado, se echa de menos al excepcional personaje de Malcolm Tucker (inspirado en el jefe de prensa de Tony  Blair, Alastair Campbell), ese torbellino brillante y soez, guardián de las esencias de la comunicación del Gobierno. En Veep Ianucci le ha sustituido por una especie de becario nerd que envía la Casa Blanca para ver qué hace la Vicepresidencia.

En definitiva, siendo en general un producto aceptable, Veep se limita a transitar por caminos ya marcados por The thick of it, dejando al espectador una molesta sensación a déjà vu y, lo que es más peligroso, de cierta falta de autenticidad. Eso sí, a los fans de Ianucci o de la comunicación política no idealizada por Sorkin les gustará.

26 jun 2012

Aaron Sorkin y los Reyes Magos


Parece obvio que Aaron Sorkin no podría escribir un drama social ambientado en una barriada marginal. Lo suyo es abordar personajes extremadamente inteligentes y triunfadores en lo profesional, y a la vez sentimentalmente inseguros y perdidos, que encuentran en la ironía y en los diálogos metralleta un arsenal adecuado para esconder sus derrotas. En ese terreno es el mejor y le va bastante bien, por lo que no se antoja probable que escriba alguna vez textos sobre pequeños traficantes de droga en las esquinas.

Su nuevo proyecto, The Newsroom, cuyo episodio piloto se ha emitido esta semana, supone su vuelta a la televisión desde Studio 60. Sorkin sitúa esta vez su escenario teatral en la redacción de un informativo de televisión, donde vuelven a desfilar adictos al trabajo extraordinariamente brillantes con déficit emocional, irremediablemente progresistas, soñadores y románticos, que hablan a velocidad de la luz con un inusual y entrañable sentido del humor y sarcasmo. Todos ellos iluminados por un guión de precisión marca de la casa.


Pero desgraciadamente, y siendo honestos, The Newsroom tiene también algunos peros. En primer lugar, adolece de cierta falta de originalidad. Quien esté familiarizado con la obra del autor, detectará varias similitudes argumentales con otros trabajos, no sólo en el fondo, siempre moralizante y profundamente humanista, sino también en la forma. Así, el comienzo del piloto se parece demasiado peligrosamente al inicio de la serie Studio 60, las bromas absurdas que aligeran los diálogos son las mismas que en todos sus guiones (las confusiones con los nombres del personal son ya un clásico) o el fácil recurso a la tensión sexual no resuelta, que en esta serie se va a multiplicar al menos por dos respecto a otros libretos.

En segundo lugar, parece que el guionista se ha tomado demasiadas licencias en la descripción del trabajo de una redacción de informativos. Quien haya trabajado en un medio de comunicación detectará varias (por favor, ¿cómo se va a poner al teléfono en directo horas después de la explosión el pobre técnico que inspeccionó el pozo petrolífero?).

Y, por último, su idealismo. Ah, el idealismo, al que el relativismo y la crispación política han convertido en estos tiempos en un defecto imperdonable. Qué se le va a hacer. Pero, más allá de esto, es obvio que a Sorkin se le ha ido un poco la mano con la moralina en el piloto y, objetivamente, da algún argumento a quienes le acusan de traspasar frecuentemente la línea que separa el idealismo del maniqueísmo.

Qué quieren que les diga. El piloto de The Newsroom no es lo mejor que ha escrito Sorkin. No aporta nada a su carrera que no hayamos visto antes, no refleja fielmente el trabajo de una redacción de noticias y parece aún más doctrinaria que el resto de su obra. Pero también es cierto que, pese a estas molestas pegas objetivas, este hombre, ya escriba sobre los asesores del presidente de los Estados Unidos, un senador que financia a los muyahidines en la guerra contra la URSS, un show televisivo, el fundador de Facebook, un general manager de un equipo de béisbol o sobre un telediario, me hace volver a creer en los Reyes Magos. Y eso a estas alturas es impagable.

25 jun 2012

Medianeras y los impostores mochileros sentimentales


Un día habrá que reflexionar seriamente sobre el daño que ha producido el llamado cine “indie” norteamericano de los noventa para que todavía hoy directores con aparente talento sigan apostando por este tipo de comedietas románticas urbanas con pretensiones de retrato generacional y de insultantes referencias al Woody Allen más flojo.

La película argentina Medianeras, de Gustavo Taretto, continúa orgullosa este inolvidable género y nos narra la original historia de dos jóvenes solitarios, cultos y perdidos en la gran ciudad que sueñan con encontrar el amor. Sí, señor, así me gusta. Para hacer todo ello más o menos digerible, el director recurre a unas machaconas voces en off, una discutible metáfora arquitectónica, fragmentos de música agradable (salvo una canción de Daniel Johnston) y a una en general hábil dirección. También, todo hay que decirlo, al buen trabajo de la actriz española Pilar López de Ayala.


Medianeras cuenta así con todos los ingredientes de ese cine low cost de impostor mochilero sentimental, de existencialismo barato y de garrafón, de autocomplacencia en la mediocridad, de romanticismo de carpeta adolescente, de reivindicación nostálgica de la infancia ochentera occidental como si nunca la humanidad hubiera vivido otras infancias, de inspiración supuestamente progresista que esconde el cine más rabiosamente conservador de los últimos 20 años (esto me recuerda que le debo un texto a Jason Reitman y a Young adult).

Todo previsible. Y cobarde, como demuestra ese fugaz momento de la película en que, madre mía, crees que todo lo anterior ha tenido un sentido, que era un hábil pretexto embaucador y que Taretto va a lanzar magistralmente a la vez a los dos personajes por las ventanas que se han construido en las medianeras como colosal y valiente ruptura con dos décadas de almíbar urbano, de poesía de la experiencia de estudiante perdedor enamorado. Pero no. No sólo los dos protagonistas no se estampan al unísono contra el asfalto de la ciudad sobre la que tanto reflexionan superficialmente, sino que, yendo un poco más allá todavía de las simplonas convenciones del género, la obra concluye cerrando una trabajadísima metáfora sobre Dónde está Wally. Brutal.

Bien es cierto que igual estoy siendo un poco duro y que habrá gente a la que le guste Medianeras (la película, en su estilo, es efectiva), como también hay gente que disfruta con Love of Lesbian. Y hay que respetarlo, por supuesto. Además, poco podemos hacer ante ello.

Eso sí, se agradece en el alma a Taretto y a este tipo de directores que traten con infinita ternura a una generación triste y sola que ve películas en un ordenador. Lo digo con la remota esperanza de que dentro de mil años, cuando todo haya acabado, nuestros sucesores en el planeta encuentren en este tipo de documentos un atenuante a la hora de juzgarnos y de dictar sentencia sobre nuestro tiempo.  

21 jun 2012

"Entre nosotros": bordeando a Rohmer


Para representar el universo rohmeriano no basta con situar a unos jóvenes burgueses desocupados hablando sin cesar sobre ideales en base a los cuales realmente no viven y embarcándose en aventuras sentimentales que no hacen sino acentuar la banalidad de su existencia. Hace falta algo más. Y es que, con estos mimbres, el director francés conseguía además dibujar sin aparente esfuerzo una sorprendente ironía melancólica, fría y distante, sobre nuestro verano de juventud, el matrimonio o sobre aquella otra aventura.

Algo de eso se percibe en la película alemana Entre nosotros. La joven directora Maren Ade logra la proeza de transmitir algunos destellos del cine del autor francés y, lo que resulta más improbable, salir más o menos indemne de esta enorme tarea. La película aborda la crisis de una joven pareja alemana que pasa el verano en una casa familiar de Cerdeña a través de sus conversaciones supuestamente profundas, sus vaivenes sentimentales sin sentido y sus dudas en el agobiante tiempo libre estival.


Ade consigue mantener una mirada alejada y eficaz durante la mayor parte del metraje, asistiendo a las excursiones de la pareja, sus cenas con amigos, la supuesta debidilidad  e inseguridad de él, la fraudulenta fortaleza e independencia de ella, y a la tristeza y hastío de todo tiempo desocupado.

Sin embargo, la directora no puede (o no quiere) redondear la obra en este tono, mantener la meláncolica intrascendencia rohmeriana, y cae por momentos en cierta gravedad innecesaria, en un acercamiento inútil a los personajes y en tomarlos demasiado en serio, sucumbiendo a alguna tentación melodramática (desde este punto de vista, hay quien ha sugerido algún paralelismo con Secretos de un matrimonio, de Bergman, cosa que, además de dudosa, no beneficiaría en nada a la película alemana).

En todo caso, la película no llega a derrumbarse (y no era fácil) en sus casi dos horas de duración, sostenida también por el excelente trabajo de su actriz protagonista, y nos regala la posibilidad de asistir a un verano de dudas sentimentales de una pareja de treintañeros que respira verdad por los cuatro costados.


La película acaba con esta canción de Cat Stevens que no recordaba.


19 jun 2012

David Millar, el dopaje y la doctrina Giacobbe


El ciclismo y el dopaje. Dos términos lamentablemente inseparables en las dos últimas décadas por el celo francés hacia este deporte y el papel de la prensa y de la a veces hipócrita opinión pública. Pero también, sin duda, por el silencio de la mayoría de ciclistas sobre la cuestión.

Por ello, resulta especialmente interesante la biografía de David Millar (1977) Racing through the dark (publicado en España por Contra Ediciones), corredor escocés y eterna promesa de entresiglos, que fue apartado en su día por dopaje y que hoy aún se encuentra en activo.

Millar expone en su libro con abundantes detalles su encuentro con el dopaje, las jeringuillas y la EPO, lo cual es de agradecer. Sin embargo, y pese a la aparente sinceridad de muchos pasajes, la obra tiene un tufillo evidente a autojustificación y redención.

Así, el escocés adopta la conocida doctrina Giacobbe, lavidaesasínolaheinventadoyo, consistente en esencia en echar la culpa al paisaje, y presenta a un pelotón profesional de finales de los noventa inundado de EPO en el que un inocente y ambicioso chaval acabaría inevitablemente adoptando las oscuras prácticas de sus compañeros.

Además, resulta por lo menos curioso que el autor se preocupe de dejar bien claro que sus dos grandes victorias en el Tour de Francia fueron conseguidas “limpiamente” (si bien es cierto que reconoce que utilizó ayuda extra para conseguir su medalla de oro en el Mundial Contrarreloj).

Por último, Millar, según nos cuenta, concluye su periplo de expiación de culpas, se rehabilita y se convierte en un apóstol de la lucha contra el dopaje en el ciclismo.

Pero bueno, en toda biografía hay que aceptar cierto grado de autocomplacencia y asumir una narración más o menos cómoda y coherente de un  camino vital. Además, como decía anteriormente, hay que reconocerle valentía a la hora de hablar claramente de esta cuestión desde el pelotón.

Porque, más allá de su camino hacia la redención, Millar expone algunas cuestiones interesantes sobre el ciclismo de las últimas dos décadas. Así, dibuja un oscuro ambiente de jeringuillas en las habitaciones, bolsas de plasma, compra de hielo a altas horas de la madrugada, concentraciones furtivas, médicos milagrosos, brutales entrenamientos a tope antes de la competición para rebajar el hematocrito, y presiones más o menos evidentes de los equipos a sus corredores (por lo menos del suyo, el Cofidis) para que se “prepararan”.

En este sentido, resulta muy ilustrativa la conversación que tuvo con Tony Rominger, cuando éste ya estaba en la recta final de su carrera y Millar comenzaba en el ciclismo, en la que el campeón suizo le dice, siempre según el escocés, que se podía ganar una carrera de un día sin doparse pero que era imposible alzarse con una vuelta de tres semanas.

"La EPO puede convertir a un burro en un caballo de carreras”, confiesa otro compañero a un joven Millar. Años después, el escocés pasaría unos días en Italia en la casa de un compañero de equipo, a quien llama L`Equipier (en Internet se puede buscar sin problemas su posible identidad), probando esta sustancia.

Italia… y España. Millar contribuye a la leyenda sobre la supuesta permisividad con el dopaje de estos dos países. De hecho, tras su iniciación en Italia, el autor contrataría a un médico español, Jesús Losa, en aquel entonces médico del Euskaltel, para que supervisara su “preparación”, que tendría lugar en la sierra de Madrid.

El autor también se encarga de salvar de la quema a algunos ciclistas concretos, como el francés David Moncutie, que aún sigue ganando etapas de montañas, o a la federación británica de ciclismo, que por cierto acaba de incluirle en la preselección para los Juegos de Londres. 

En definitiva, parece que el libro de Millar, aunque parapetándose tras la doctrina Giacobbe, expone negro sobre blanco algunas realidades conocidas por toda la caravana ciclista que ningún otro corredor había revelado anteriormente. Sería bueno para este deporte que contáramos alguna vez con más versiones.

Giacobbe y su doctrina



18 jun 2012

La honestidad de Andreas Dresen


Aceptamos que la ficción moldee y dulcifique la realidad para sentirnos más cómodos. No tenemos reparos en bajar la guardia y valorar positivamente acercamientos tramposos y baratos al amor, la violencia, la tragedia o las relaciones sociales, porque, pensamos, una de las principales funciones del arte es entretener y, a fin de cuentas, bastante tenemos con nuestra pesada cotidianeidad y con aguantar a un par de artistas realistas radicales.

Todo ello no me parece necesariamente mal, siempre que no se rebasen ciertos límites. Así, cuando se escoge abordar un cáncer imprevisto o una enfermedad terminal inesperada e improbable, considero que deberíamos ser algo más exigentes con el tono de la obra y rechazar cualquier impostura o tráfico barato de sentimientos.

Digo esto porque en los últimos meses han aparecido en nuestra cartelera dos propuestas cinematográficas antagónicas sobre el cáncer y el doloroso y a veces definitivo punto de inflexión que genera en las vidas de los afectados y de las personas que les rodean. Se trata de la francesa Declaración de guerra, de Valérie Donzelli, y de la alemana Stopped on the track, de Andreas Dresen.

La película de Donzelli, aplaudida por la crítica y de cierto éxito en los circuitos de cine independiente, cuenta la historia de una joven pareja a cuyo bebé se le diagnostica un cáncer extraño, peligroso y posiblemente fatal. Tal premisa argumental, dura e insoportable, debería suponer un reto inabarcable tanto para el narrador como para el espectador, pero la directora francesa renuncia a afrontar lealmente este imposible laberinto y opta por dotarlo de cómodas salidas de emergencia emocionales, hasta el punto de regalar al espectador una especie de cuento asumible sobre el cáncer infantil y las relaciones de pareja con ciertas pretensiones pero que, en la práctica, se acomoda en la más pura superficialidad. 


Bien es cierto que Declaración la guerra no llega a la lamentable prostitución de tragedias de Mi vida sin mí, de Isabel Coixet, auténtico referente del buenrollismo cancerígeno, pero es evidente que la película francesa se decanta por un tono amable de comedia romántica indie plagada de canciones poperillas con el objetivo de que el espectador occidental pase un rato hasta medio agradable observando las evoluciones de una pareja de jóvenes enamorados y del cáncer de su bebé.  

En el otro extremo, el director alemán Andreas Dressen se inclina en Stopped on track por abordar desde el realismo la terrible historia de un hombre de mediana edad, casado y con dos hijos pequeños, a quien se le diagnostica un tumor cerebral maligno y fatal. Dressen apuesta fuerte y enseña en la primera escena todas sus cartas, con el frío diagnóstico en una fría sala de hospital, interrumpido por una rutinaria llamada telefónica que debe atender el médico en medio de la catástrofe, con una fría estimación de unos dos meses de vida. A  partir de ahí, el incomprensible e inevitable deterioro, la imposible aceptación de la muerte, los ataques de rabia e impotencia, el vergonzoso y oculto sentimiento de los familiares de que todo acabe una vez que se ha asumido que no hay una salida, la elección de las canciones que sonarán en el funeral.


El cineasta alemán se queda fuera y renuncia a juzgar ni a apoyar o dejar caer a los protagonistas, adoptando a veces un tono cercano al documental, y evitando en todo momento el atrayente tremendismo innecesario. Sin embargo, ello no significa que renuncie al ritmo, a la narración cinematográfica y que dé incluso algún pequeño respiro al espectador, coincidente con los, supongo, escasos oasis de felicidad o resignación de un hombre empujado a una muerte prematura. Así, utiliza como recurso la personalización del tumor, a quien el protagonista imagina ver en un late night comentando sus evoluciones, o la canción Love and mercy, de Brian Wilson, que el enfermo toca desde su cama.

El conjunto sugiere dolor, frialdad, desesperanza, que desgraciadamente es lo que suele suceder en la vida real cuando se afrontan este tipo de tragedias, donde no suena de fondo una canción de Antony and the Johnsons. Y, sobre todo, verdad y honestidad a la hora de tratar una historia de este tipo.

Ello no debe sorprender a los familiarizados con la obra de Dresen, que ya abordó con innegable honestidad el verano de un par de amigas que contemplan un trozo de Berlín este desde su balcón (Verano en Berlín, 2005) o las relaciones sentimentales y sexuales cuando se acerca la vejez (En el séptimo cielo, 2008), y que ahora, con Stopped on track, se convierte en mi opinión en uno de los alumnos aventajados de Michael Haneke en el panorama del cine europeo.