Armando Ianucci es algo así como el primo golfo de Aaron
Sorkin. Si éste te hace volver a ilusionarte con los Reyes Magos, el escocés es
el típico amigo del colegio que suelta en medio de la clase que son los padres.
Así, frente al academicismo idealista y la fe en los valores del
norteamericano, Ianucci siempre prefiere enfangarse en la sátira más
destructiva (y divertida) de la política y su entorno.
Veep es el intento del autor escocés de reproducir en
Estados Unidos el éxito de su magnífica The thick of it, ambientada el
Ministerio de Asuntos Sociales británico (y que daría lugar a la película In
the loop). En esta ocasión, Ianucci se centra en las andanzas de la
vicepresidenta de los Estados Unidos (interpretada por Julia Louis-Dreyfus) y
de su equipo de asesores. Y utiliza las mismas armas que en su producto británico. Su
estilo cercano al documental, cámara en mano, alejado de todo clasicismo y
afectación y, sobre todo, su brutal mala leche a la hora de dibujar las tripas
cotidianas de la política, a la que llena de asesores patéticos, ambiciosos y
torpes.
Habría que apuntar al menos dos cuestiones que lastran a
Veep respecto a su antecesora británica. En primer lugar, la serie
norteamericana no alcanza el nivel de gamberrismo de The thick of it. Parece
como si, pese a ser una producción de la HBO, Ianucci haya decidido cortarse un
poco o como si ocho capítulos se hayan hecho un poco largos en relación a las
temnporadas de tres de la británica. Por otro lado, se echa de menos al
excepcional personaje de Malcolm Tucker (inspirado en el jefe de prensa de
Tony Blair, Alastair Campbell), ese
torbellino brillante y soez, guardián de las esencias de la comunicación del
Gobierno. En Veep Ianucci le ha sustituido por una especie de becario nerd que
envía la Casa Blanca para ver qué hace la Vicepresidencia.
En definitiva, siendo en general un producto aceptable, Veep
se limita a transitar por caminos ya marcados por The thick of it, dejando al
espectador una molesta sensación a déjà vu y, lo que es más peligroso, de
cierta falta de autenticidad. Eso sí, a los fans de Ianucci o de la comunicación
política no idealizada por Sorkin les gustará.
Parece obvio que Aaron Sorkin no podría escribir un drama
social ambientado en una barriada marginal. Lo suyo es abordar personajes
extremadamente inteligentes y triunfadores en lo profesional, y a la vez sentimentalmente
inseguros y perdidos, que encuentran en la ironía y en los diálogos metralleta
un arsenal adecuado para esconder sus derrotas. En ese terreno es el mejor y le
va bastante bien, por lo que no se antoja probable que escriba alguna vez
textos sobre pequeños traficantes de droga en las esquinas.
Su nuevo proyecto, The Newsroom, cuyo episodio piloto se ha
emitido esta semana, supone su vuelta a la televisión desde Studio 60. Sorkin sitúa esta vez su escenario teatral en
la redacción de un informativo de televisión, donde vuelven a desfilar adictos
al trabajo extraordinariamente brillantes con déficit emocional, irremediablemente
progresistas, soñadores y románticos, que hablan a velocidad de la luz con un
inusual y entrañable sentido del humor y sarcasmo. Todos ellos iluminados por
un guión de precisión marca de la casa.
Pero desgraciadamente, y siendo honestos, The Newsroom tiene
también algunos peros. En primer lugar, adolece de cierta falta de
originalidad. Quien esté familiarizado con la obra del autor, detectará varias
similitudes argumentales con otros trabajos, no sólo en el fondo, siempre
moralizante y profundamente humanista, sino también en la forma. Así, el
comienzo del piloto se parece demasiado peligrosamente al inicio de la serie
Studio 60, las bromas absurdas que aligeran los diálogos son las mismas que en
todos sus guiones (las confusiones con los nombres del personal son ya un clásico)
o el fácil recurso a la tensión sexual no resuelta, que en esta serie se va a
multiplicar al menos por dos respecto a otros libretos.
En segundo lugar, parece que el guionista se ha tomado demasiadas
licencias en la descripción del trabajo de una redacción de informativos. Quien
haya trabajado en un medio de comunicación detectará varias (por favor, ¿cómo
se va a poner al teléfono en directo horas después de la explosión el pobre técnico que inspeccionó el pozo
petrolífero?).
Y, por último, su idealismo. Ah, el idealismo, al que el
relativismo y la crispación política han convertido en estos tiempos en un defecto
imperdonable. Qué se le va a hacer. Pero, más allá de esto, es obvio que a
Sorkin se le ha ido un poco la mano con la moralina en el piloto y,
objetivamente, da algún argumento a quienes le acusan de traspasar
frecuentemente la línea que separa el idealismo del maniqueísmo.
Qué quieren que les diga. El piloto de The Newsroom no es lo
mejor que ha escrito Sorkin. No aporta nada a su carrera que no hayamos visto antes, no refleja fielmente el trabajo de una redacción de noticias y parece aún
más doctrinaria que el resto de su obra. Pero también es cierto que, pese a
estas molestas pegas objetivas, este hombre, ya escriba sobre los asesores del
presidente de los Estados Unidos, un senador que financia a los muyahidines en
la guerra contra la URSS, un show televisivo, el fundador de Facebook, un
general manager de un equipo de béisbol o sobre un telediario, me hace volver a
creer en los Reyes Magos. Y eso a estas alturas es impagable.
Un día habrá que reflexionar seriamente sobre el daño que ha
producido el llamado cine “indie” norteamericano de los noventa para que todavía hoy directores con aparente talento sigan apostando por este tipo de comedietas
románticas urbanas con pretensiones de retrato generacional y de insultantes
referencias al Woody Allen más flojo.
La película argentina Medianeras, de Gustavo Taretto,
continúa orgullosa este inolvidable género y nos narra la original historia de
dos jóvenes solitarios, cultos y perdidos en la gran ciudad que sueñan con
encontrar el amor. Sí, señor, así me gusta. Para hacer todo ello más o menos digerible,
el director recurre a unas machaconas voces en off, una discutible metáfora
arquitectónica, fragmentos de música agradable (salvo una canción de Daniel Johnston) y a una en general hábil
dirección. También, todo hay que decirlo, al buen trabajo de la actriz
española Pilar López de Ayala.
Medianeras cuenta así con todos los ingredientes de ese cine
low cost de impostor mochilero sentimental, de existencialismo barato y de
garrafón, de autocomplacencia en la mediocridad, de romanticismo de carpeta
adolescente, de reivindicación nostálgica de la infancia ochentera occidental
como si nunca la humanidad hubiera vivido otras infancias, de inspiración
supuestamente progresista que esconde el cine más rabiosamente conservador de
los últimos 20 años (esto me recuerda que le debo un texto a Jason Reitman
y a Young adult).
Todo previsible. Y cobarde, como demuestra ese fugaz
momento de la película en que, madre mía, crees que todo lo anterior ha tenido
un sentido, que era un hábil pretexto embaucador y que Taretto va a lanzar magistralmente a la
vez a los dos personajes por las ventanas que se han construido en las
medianeras como colosal y valiente ruptura con dos décadas de almíbar urbano,
de poesía de la experiencia de estudiante perdedor enamorado. Pero no. No sólo los dos protagonistas no se estampan al unísono contra el asfalto de la ciudad
sobre la que tanto reflexionan superficialmente, sino que, yendo un poco más allá todavía de las
simplonas convenciones del género, la obra concluye cerrando una trabajadísima
metáfora sobre Dónde está Wally. Brutal.
Bien es cierto que igual estoy siendo un poco duro y que
habrá gente a la que le guste Medianeras (la película, en su estilo, es
efectiva), como también hay gente que disfruta con Love of Lesbian. Y hay que
respetarlo, por supuesto. Además, poco podemos hacer ante ello.
Eso sí, se agradece en el alma a Taretto y a este tipo de
directores que traten con infinita ternura a una generación triste y sola que
ve películas en un ordenador. Lo digo con la remota esperanza de que dentro de
mil años, cuando todo haya acabado, nuestros sucesores en el planeta encuentren
en este tipo de documentos un atenuante a la hora de juzgarnos y de dictar sentencia sobre nuestro tiempo.
Para representar el universo rohmeriano no basta con
situar a unos jóvenes burgueses desocupados hablando sin cesar sobre ideales
en base a los cuales realmente no viven y embarcándose en aventuras
sentimentales que no hacen sino acentuar la banalidad de su existencia. Hace falta algo más. Y es que, con estos mimbres, el director francés
conseguía además dibujar sin aparente esfuerzo una sorprendente ironía melancólica,
fría y distante, sobre nuestro verano de juventud, el matrimonio o sobre
aquella otra aventura.
Algo de eso se percibe en la película alemana Entre nosotros. La joven directora Maren Ade logra la proeza de transmitir algunos destellos del cine del autor francés y, lo que resulta más
improbable, salir más o menos indemne de esta enorme tarea. La película aborda
la crisis de una joven pareja alemana que pasa el verano en una casa familiar
de Cerdeña a través de sus conversaciones supuestamente profundas, sus vaivenes
sentimentales sin sentido y sus dudas en el agobiante tiempo libre estival.
Ade consigue mantener una mirada alejada y eficaz durante la
mayor parte del metraje, asistiendo a las excursiones de la pareja, sus cenas
con amigos, la supuesta debidilidade
inseguridad de él, la fraudulenta fortaleza e independencia de ella, y a la
tristeza y hastío de todo tiempo desocupado.
Sin embargo, la directora no puede (o no quiere) redondear
la obra en este tono, mantener la meláncolica intrascendencia rohmeriana, y cae
por momentos en cierta gravedad innecesaria, en un acercamiento inútil a los
personajes y en tomarlos demasiado en serio, sucumbiendo a alguna tentación
melodramática (desde este punto de vista, hay quien ha sugerido algún paralelismo con Secretos de un matrimonio, de Bergman, cosa que, además de dudosa, no beneficiaría en nada a la película alemana).
En todo caso, la película no llega a derrumbarse (y no era
fácil) en sus casi dos horas de duración, sostenida también por el excelente
trabajo de su actriz protagonista, y nos regala la posibilidad de asistir a un
verano de dudas sentimentales de una pareja de treintañeros que respira verdad por
los cuatro costados.
La película acaba con esta canción de Cat Stevens que no recordaba.
El ciclismo y el dopaje. Dos términos lamentablemente inseparables
en las dos últimas décadas por el celo francés hacia este deporte y el papel de
la prensa y de la a veces hipócrita opinión pública. Pero también, sin duda,
por el silencio de la mayoría de ciclistas sobre la cuestión.
Por ello, resulta especialmente interesante la biografía de
David Millar (1977) Racing through the
dark (publicado en España por Contra Ediciones), corredor escocés y eterna promesa de entresiglos, que fue apartado en su día por dopaje y que hoy aún se encuentra en activo.
Millar expone en su libro con abundantes detalles su encuentro
con el dopaje, las jeringuillas y la EPO, lo cual es de agradecer. Sin embargo,
y pese a la aparente sinceridad de muchos pasajes, la obra tiene un tufillo
evidente a autojustificación y redención.
Así, el escocés adopta la conocida doctrina Giacobbe, lavidaesasínolaheinventadoyo, consistente en esencia en echar la
culpa al paisaje, y presenta a un pelotón profesional de finales de los
noventa inundado de EPO en el que un inocente y ambicioso chaval acabaría
inevitablemente adoptando las oscuras prácticas de sus compañeros.
Además, resulta por lo menos curioso que el autor se
preocupe de dejar bien claro que sus dos grandes victorias en el Tour de
Francia fueron conseguidas “limpiamente” (si bien es cierto que reconoce que utilizó
ayuda extra para conseguir su medalla de oro en el Mundial Contrarreloj).
Por último, Millar, según nos cuenta, concluye su periplo de
expiación de culpas, se rehabilita y se convierte en un apóstol de la lucha
contra el dopaje en el ciclismo.
Pero bueno, en toda biografía hay que aceptar cierto grado
de autocomplacencia y asumir una narración más o menos cómoda y coherente de un
camino vital. Además, como decía
anteriormente, hay que reconocerle valentía a la hora de hablar claramente de
esta cuestión desde el pelotón.
Porque, más allá de su camino hacia la redención, Millar
expone algunas cuestiones interesantes sobre el ciclismo de las últimas dos décadas. Así, dibuja un oscuro ambiente de jeringuillas en las
habitaciones, bolsas de plasma, compra de hielo a altas horas de la madrugada,
concentraciones furtivas, médicos milagrosos, brutales entrenamientos a tope antes de la
competición para rebajar el hematocrito, y presiones más o menos evidentes de
los equipos a sus corredores (por lo menos del suyo, el Cofidis) para que se “prepararan”.
En este sentido, resulta muy ilustrativa la conversación que tuvo con Tony Rominger, cuando éste ya estaba en la recta final de su carrera
y Millar comenzaba en el ciclismo, en la que el campeón suizo le dice, siempre
según el escocés, que se podía ganar una carrera de un día sin doparse pero
que era imposible alzarse con una vuelta de tres semanas.
"La EPO puede
convertir a un burro en un caballo de carreras”, confiesa otro compañero a un
joven Millar. Años después, el escocés pasaría unos días en Italia en la casa
de un compañero de equipo, a quien llama L`Equipier
(en Internet se puede buscar sin problemas su posible identidad), probando
esta sustancia.
Italia… y España. Millar contribuye a la leyenda sobre la
supuesta permisividad con el dopaje de estos dos países. De
hecho, tras su iniciación en Italia, el autor contrataría a un médico español,
Jesús Losa, en aquel entonces médico del Euskaltel, para que supervisara su “preparación”,
que tendría lugar en la sierra de Madrid.
El autor también se encarga de salvar de la quema a algunos ciclistas concretos, como el francés David Moncutie, que aún sigue ganando etapas de montañas, o a la federación británica de ciclismo, que por cierto acaba de incluirle en la preselección para los Juegos de Londres.
En definitiva, parece que el libro de Millar, aunque
parapetándose tras la doctrina Giacobbe, expone negro sobre blanco algunas realidades
conocidas por toda la caravana ciclista que ningún otro corredor había revelado
anteriormente. Sería bueno para este deporte que contáramos alguna vez con más
versiones.
Aceptamos que la ficción moldee y dulcifique la realidad
para sentirnos más cómodos. No tenemos reparos en bajar la guardia y valorar
positivamente acercamientos tramposos y baratos al amor, la violencia, la
tragedia o las relaciones sociales, porque, pensamos, una de las principales
funciones del arte es entretener y, a fin de cuentas, bastante tenemos con
nuestra pesada cotidianeidad y con aguantar a un par de artistas realistas
radicales.
Todo ello no me parece necesariamente mal, siempre que no se
rebasen ciertos límites. Así, cuando se escoge abordar un cáncer imprevisto o una
enfermedad terminal inesperada e improbable, considero que deberíamos ser algo
más exigentes con el tono de la obra y rechazar cualquier impostura o tráfico
barato de sentimientos.
Digo esto porque en los últimos meses han aparecido en nuestra
cartelera dos propuestas cinematográficas antagónicas sobre el cáncer y el
doloroso y a veces definitivo punto de inflexión que genera en las vidas de los
afectados y de las personas que les rodean. Se trata de la francesa Declaración de guerra, de Valérie
Donzelli, y de la alemana Stopped on the
track, de Andreas Dresen.
La película de Donzelli, aplaudida por la crítica y de
cierto éxito en los circuitos de cine independiente, cuenta la historia de una
joven pareja a cuyo bebé se le diagnostica un cáncer extraño, peligroso y
posiblemente fatal. Tal premisa argumental, dura e insoportable, debería suponer un reto
inabarcable tanto para el narrador como para el espectador, pero la directora
francesa renuncia a afrontar lealmente este imposible laberinto y opta por dotarlo de cómodas salidas
de emergencia emocionales, hasta el punto de regalar al espectador una especie de cuento asumible
sobre el cáncer infantil y las relaciones de pareja con ciertas pretensiones pero que, en la práctica, se acomoda en la más pura superficialidad.
Bien es cierto que Declaración la guerra no llega a la
lamentable prostitución de tragedias de Mi
vida sin mí, de Isabel Coixet, auténtico referente del buenrollismo cancerígeno,
pero es evidente que la película francesa se decanta por un tono amable de
comedia romántica indie plagada de canciones poperillas con el objetivo de que
el espectador occidental pase un rato hasta medio agradable observando las evoluciones de
una pareja de jóvenes enamorados y del cáncer de su bebé.
En el otro extremo, el director alemán Andreas Dressen se
inclina en Stopped on track por abordar desde el realismo la terrible
historia de un hombre de mediana edad, casado y con dos hijos pequeños, a quien
se le diagnostica un tumor cerebral maligno y fatal. Dressen apuesta fuerte y
enseña en la primera escena todas sus cartas, con el frío diagnóstico en una
fría sala de hospital, interrumpido por una rutinaria llamada telefónica que debe
atender el médico en medio de la catástrofe, con una fría estimación de unos
dos meses de vida. A partir de ahí, el
incomprensible e inevitable deterioro, la imposible aceptación de la muerte,
los ataques de rabia e impotencia, el vergonzoso y oculto sentimiento de los
familiares de que todo acabe una vez que se ha asumido que no hay una salida,
la elección de las canciones que sonarán en el funeral.
El cineasta alemán se queda fuera y renuncia a juzgar ni a
apoyar o dejar caer a los protagonistas, adoptando a veces un tono cercano al
documental, y evitando en todo momento el atrayente tremendismo innecesario.
Sin embargo, ello no significa que renuncie al ritmo, a la narración
cinematográfica y que dé incluso algún pequeño respiro al espectador,
coincidente con los, supongo, escasos oasis de felicidad o resignación de
un hombre empujado a una muerte prematura. Así, utiliza como recurso la
personalización del tumor, a quien el protagonista imagina ver en un late night
comentando sus evoluciones, o la canción Love
and mercy, de Brian Wilson, que el enfermo toca desde su cama.
El conjunto sugiere dolor, frialdad, desesperanza, que
desgraciadamente es lo que suele suceder en la vida real cuando se afrontan
este tipo de tragedias, donde no suena de fondo una canción de Antony and
the Johnsons. Y, sobre todo, verdad y honestidad a la hora de tratar una historia de este tipo.
Ello no debe sorprender a los familiarizados con la obra de
Dresen, que ya abordó con innegable honestidad el verano de un par de amigas
que contemplan un trozo de Berlín este desde su balcón (Verano en Berlín, 2005) o las relaciones sentimentales y sexuales
cuando se acerca la vejez (En el séptimo
cielo, 2008), y que ahora, con Stopped on track, se convierte en mi
opinión en uno de los alumnos aventajados de Michael Haneke en el panorama del cine
europeo.