Que Hirozaku Kore-eda es un maestro a la hora de dirigir
niños y transmitir las pequeñas grandes cosas que suceden e importan durante la
infancia ya lo sabíamos desde la notable y dramática Nadie sabe. En Kiseki, el director
japonés se aleja de la gravedad y tremendismo final de aquella y nos regala una
conmovedora y luminosa reflexión sobre la infancia que, sin la necesidad de recurrir al dramatismo exagerado, nos dibuja también una amarga reflexión de lo que
significa crecer.
Kore-eda tiene la maravillosa virtud de preocuparse de lo
que piensan y sienten los niños, de cómo enfrentan el mundo con unos guías tan
torpes como nosotros. A los niños los tenemos ahí, correteando entre nosotros
con sus juegos y preguntas sobre la vida. No les damos excesiva importancia,
pero de esas respuestas construirán un mundo de sueños que serán aniquilados
por la gravedad y el conformismo. Como el de toda una ciudad impasible al lado
de un volcán que escupe cenizas.
Kiseki parte de la relación que afrontan dos hermanos que se
ven obligados a residir en ciudades diferentes tras el divorcio de sus padres. El
mayor, reflexivo y sensible, convive con su madre y abuelos en un ambiente sobreprotegido
mientras sueña con unir de nuevo a la familia. El pequeño, travieso y feliz,
vive con su padre, músico bohemio y desorientado, en una divertida relación de
igual a igual en la que el niño parece aportar la sensatez. Ambos enfrentan la
situación desde visiones contrapuestas: la no aceptación y el inevitable
conformismo. Pero con un mismo fin: no sufrir. En este sentido, hay una escena,
el único flashback de la obra, que resume a la perfección esta situación. Los
padres inician una fuerte discusión a la hora de la cena que está a punto de
llegar a las manos. En ese momento, el mayor se sitúa en medio de los dos
implorando que paren, mientras que el pequeño coge su cena y se va a ver la
tele, harto de la pelea.
Un día, el hermano mayor escuchará a un compañero en clase
decir que si ves a dos trenes bala cruzarse y pides un deseo, éste se cumplirá. Así, embarcará a sus amigos y a su hermano en una maravillosa
aventura para viajar a esa zona y lograr que sus padres vuelvan a estar juntos.
Pero la historia de Kore-eda no se detiene en este
entrañable punto de partida, sino que aporta un conjunto de personajes
secundarios (las familias, los amigos de los niños, los padres de éstos, el papel de los
abuelos,…) y de lúcidas metáforas que elevan la obra a un nivel superior. Nada
sobra en esta fascinante fábula sobre la infancia y sobre la vida. El estupor
que siente el hermano mayor ante las cenizas del volcán que cubren la ciudad y,
sobre todo, frente al comportamiento despreocupado de sus ciudadanos por un hecho que él considera dramático resumen a la perfección ese estado, curioso,
soñador y emocionante, que es la niñez.
El director japonés narra con su habitual realismo, tan
natural que parece introducirnos en el grupo de amigos de los pequeños, en sus familias, y acompaña con sus también ya tradicionales transiciones musicales, tan vitales y melancólicas
como la propia infancia.
Pero, como decíamos antes, Kore-eda no se limita a los
niños. La obra esconde también una genial reflexión sobre la relación
padres-hijos, sobre la inevitable pérdida que un día llegará. Ellos abandonarán
la infancia y sus sueños, pero un día también dejarán a sus padres, que quedarán
perdidos en un mar de nostalgia y amargura lleno de niños correteando entre
ellos con sus juegos y preguntas sobre la vida. Hay un momento magistral de la
película en que se nos muestra, se nos escupe, esta dolorosa realidad.
Un día el niño aprenderá a convivir con las cenizas que
cubren su ciudad. Seguirán ahí todo el tiempo mientras transita por la vida, como
un compañero entrañable y a veces molesto. Como los sueños de la infancia.