Si Óscar Freire hubiera nacido en Las Ardenas compartiría alguna
plaza con algún héroe de la segunda guerra mundial, pero como nació en Torrelavega,
se tiene que conformar con ser hijo predilecto de Cantabria y alcalde honorario
de su ciudad, cargos que sirven para que el político de turno llene su agenda
el día de la entrega y poco más. A Freire, triple campeón del mundo y con
parcela propia en la historia del ciclismo, no se le reconoce como debería en
su propio país, algo que comparte involuntariamente con Pedro Almodóvar, porque
aquí siempre hemos preferido los héroes de las siestas de tres semanas y las
altas cumbres. Quizás por eso o por alguna otra razón que él sabrá vive en
Suiza y se atreve a decir esto del asunto "Contador".
El caso es que el corredor cántabro, a sus 36 años y ya de vuelta de todo, dio
ayer una lección de las que se recuerdan en la Amstel Gold Race, primera clásica del tríptico de Las Ardenas, clásica que no se corre propiamente en
Las Ardenas y que está patrocinada por una cerveza. Pero que es muy importante, vamos. A unos diez kilómetros de meta,
cuando nadie lo esperaba, mientras el grupo de favoritos se dedicaba a la clásica guerra de nervios, Freire, el sprinter solitario, la leyenda sin heroísmo, arrancó
solo en busca del muro del Cauberg, donde finaliza la carrera. Por detrás, tras un pequeño desconcierto inicial, Gilbert, ganador en los dos últimos años, se erigía en capo de la carrera poniendo a tirar a su equipo contra el
cántabro.
El ciclista español de Katusha lo tenía difícil pero BMC no lograba recortar la diferencia, que nunca fue significativa. El cántabro
mantenía 10 o 12 segundos de ventaja sobre el pelotón al inicio del kilómetro
de ascensión al Cauberg. Había esperanza. Por detrás, a un suspiro, afilaban
sus cuchillos los galgos: Valverde, Purito, Sagan, Gilbert, Boasson-Hagen. Y se
encendieron los petardos.
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Freire asciende el muro de Cauberg con una pequeña diferencia sobre Gilbert y el resto de favoritos |
Como perro viejo que es, supongo que a trescientos metros el cántabro ya sabía que no lo iba a conseguir. Que su intento se iba a quedar
en una penúltima gesta para el recuerdo. Que iba a ser sobrepasado en la línea
de meta por un campeón de prestigio como Gilbert, por un superdotado para estas
llegadas como Purito, por un Valverde buscando la redención o, aún mejor, por
el mejor corredor de los próximos años, una auténtica bestia, el eslovaco Peter Sagan. Qué Amstel
para el recuerdo en la que el joven ciclista del Liquigas pasaría una página de historia del ciclismo
jubilando a Freire en la línea de meta de su última Amstel.
Pero no era día para ser sublimes. Hubo que apañar una nota a pie de
página y cerrar apresuradamente el libro de historia porque a Sagan le sobró un alarde que
había hecho kilómetros atrás y se vio sobrepasado en los últimos metros por el
secundario que nadie se esperaba: Enrico Gasparotto. Sí, Enrico Gasparotto. A sus 30 años, el corredor italiano sorprendía a todo el mundo y se sorprendía sobre todo a sí mismo llevándose
una de las clásicas más importantes del año. El bravo pero muy secundario
ciclista del Astana cumplía el sueño de una vida y les arrebataba una de las grandes al pasado y al futuro del ciclismo.
Que te gane Gasparotto tras una exhibición para el recuerdo
debe parecerse a trabajar en un call
center después de haber estudiado una ingeniería superior, cosa que
igualmente no pasaría si hubiésemos nacido en Las Ardenas. Pero quizás a estas
alturas Freire ya sólo se conformaba con un poco de heroísmo.
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