Black mirror es la serie de televisión más
sorprendente de los últimos meses si aceptáramos, claro, a Black mirror como serie de televisión. Más allá de su esencia y su denominación correcta, lo cierto es que la
producción del Channel 4 británico explora y alerta con libertad absoluta sobre algunos de los peligros
que pueden esconder la era de la comunicación y los excesos o mal uso de las
nuevas tecnologías. Impulsada por Charlie Brooker (creador también
de Dead set), la obra se divide en tres magníficos capítulos independientes
que abordan diferentes temáticas.
El primero es un thriller político
algo burdo en el que el primer ministro británico y su equipo tienen que lidiar
por primera vez con una gran crisis ante el poder de las redes
sociales que, en la obra, se imponen a a los medios tradicionales. Quizás esta parte,
que resulta muy entretenida e inaugura el género de la comunicación política hardcore, sea la
menos lograda de las tres, aunque el crítico de El País Jordi
Costa ha apuntado que contiene el mejor silencio de la historia de la ficción
televisiva (yo no soy quién para decir si se trata del mejor, pero sí doy fe de
que es un momento brutal).
El segundo
capítulo, Fifteen million merits, me parece una maravilla. Cuenta
una historia de amor triste y bella (o sea, una verdadera historia de amor) en
un mundo alternativo de inspiración orwelliana donde los seres
humanos han quedado prácticamente reducidos a su avatar, disfrutan únicamente
de aplicaciones audiovisuales y su máxima aspiración se refiere a
participar en el programa Tienes talento. No quiero desvelar nada,
pero cada rincón del episodio esconde más metáforas dolorosas sobre nuestra
precaria existencia que una reunión de antiguos alumnos de Jesuitas.
La última
parte del proyecto aplica a las relaciones sentimentales el devastador efecto
de llevar hasta las máximas consecuencias el uso de las nuevas
tecnologías, y convierte la terrible práctica de espiar el móvil de la pareja
en un entrañable e inofensivo juego de niños.
Habría que
apuntar que los episodios de Black mirror tampoco descubren
nada nuevo, ni en la forma ni en el contenido. Ya hay multitud de obras sobre
los riesgos de la sobreabundancia de información, del abuso de las nuevas tecnologías y sobre la deshumanización que éstas conllevan; además, las
historias que nos presenta Channel 4, pese a ser de una calidad muy notable, no
inventan en ningún caso la televisión. Ello nos llevaría también a preguntarnos
por qué, por ejemplo, no se le ha ocurrido todavía una idea similar a alguna
televisión española, aunque esto sólo nos conduciría a la melancolía.
En todo
caso, Black mirror, con sus virtudes y defectos, se presenta como
una obra libre y necesaria. Como una extraña y demoledora advertencia sobre el precio de olvidar el factor humano. Como un mapa aterrador que muestra dónde nos dirigimos mientras Tienes talento es líder de
audiencia.
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