No tiene que venir un clérigo
fundamentalista a ver con nosotros el videoclip de David Lynch y advertirnos sobre
la decadencia de Occidente, como escribe Antonio Fraguas en El País, sino que
muchos "indies" que no son clérigos pero a saber si son fundamentalistas han
llegado ya a la misma trascendente conclusión. No sé, lo de la decadencia de Occidente se empieza a parecer peligrosamente a la crisis de valores del Madrid, que de
tanto denunciarla y jalearla puede acabar regodeándose en triunfos inapelables.
Que Lynch se haya metido en la
música no debiera sorprendernos tanto como que lo haga Leonor Watling, con
quien por cierto comparte una irrefrenable tendencia a la intensidad. Aunque en
un caso es una intensidad supuestamente oscura y perturbadora, de suburbio del
Los Ángeles post novela negra, y en el otro una intensidad encantadora y
condescendiente, hundida en el fango de lo políticamente correcto, muy de vermú
del barrio de La Latina.
Pero bueno, vayamos a la
cuestión. Ya que el vídeo (de la canción prefiero no hablar) es un absoluto despropósito,
inferior en mi opinión a otros complejos acercamientos a la cuestión que he
podido ver esta semana (como éste del blog La Scene), se requiere cierto
contorsionismo intelectual. Antes de definirlo como botellón y desfase de
extrarradio postmoderno con pretensiones, siempre nos podemos agarrar al “desasosiego
onírico”, comodín que le sirve al director para salir indemne de cualquier
ocurrencia y a sus seguidores para justificar los patinazos. A mí esto del desasosiego onírico me suena más a la inquietud
preadolescente de mearse en la cama (nadie ha llevado mejor a la pantalla esta,
sí, terrible realidad que la serie Shin
Chan), pero se ve que hay un universo de pesadillas con mujeres desnudas,
jugadores de fútbol americano y macarras que se me escapa. La gente se agarra
al “desasosiego onírico” como el Gobierno a la “herencia recibida”. De momento, sigue colando.
Es más, da la impresión de que Lynch
se ha embarcado en un tour de force
infernal con sus fans con el objetivo de conocer sus límites desconocidos.
Hemos llegado a un punto en el que Mullholland
Drive se considera ya una película de estructura simplona (a fin de
cuentas, es absolutamente lineal) y Terciopelo
Azul o Carretera perdida como
ensayos convencionales sobre la condición humana o de comunes patologías. La
verdad está hoy en Inland Empire y no
en la prosaica cosechadora de Richard Farnsworth. Y sigue colando.
Desconozco si Lynch va a volver a
dirigir una película o si se va a centrar en tomar cafés sin parar, abrir baretos en Paris
y a dirigir cortos con conejos y vídeos musicales que no tengan sentido alguno pero
que produzcan desasosiego onírico y reflejen la decadencia de Occidente. Sorprendentemente, parece evidente que la
segunda alternativa resulta más divertida para todos, así que a disfrutar.
También podemos bajar el volumen y disfrutar de la última obra del director con
la música de Leonor Watling, lo cual es una experiencia verdaderamente brutal y
contracorriente.
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