3 abr 2012

Lynch y el desasosiego onírico


No tiene que venir un clérigo fundamentalista a ver con nosotros el videoclip de David Lynch y advertirnos sobre la decadencia de Occidente, como escribe Antonio Fraguas en El País, sino que muchos "indies" que no son clérigos pero a saber si son fundamentalistas han llegado ya a la misma trascendente conclusión. No sé, lo de la decadencia de Occidente se empieza a parecer peligrosamente a la crisis de valores del Madrid, que de tanto denunciarla y jalearla puede acabar regodeándose en triunfos inapelables.

Que Lynch se haya metido en la música no debiera sorprendernos tanto como que lo haga Leonor Watling, con quien por cierto comparte una irrefrenable tendencia a la intensidad. Aunque en un caso es una intensidad supuestamente oscura y perturbadora, de suburbio del Los Ángeles post novela negra, y en el otro una intensidad encantadora y condescendiente, hundida en el fango de lo políticamente correcto, muy de vermú del barrio de La Latina.

Pero bueno, vayamos a la cuestión. Ya que el vídeo (de la canción prefiero no hablar) es un absoluto despropósito, inferior en mi opinión a otros complejos acercamientos a la cuestión que he podido ver esta semana (como éste del blog La Scene), se requiere cierto contorsionismo intelectual. Antes de definirlo como botellón y desfase de extrarradio postmoderno con pretensiones, siempre nos podemos agarrar al “desasosiego onírico”, comodín que le sirve al director para salir indemne de cualquier ocurrencia y a sus seguidores para justificar los patinazos. A mí esto del  desasosiego onírico me suena más a la inquietud preadolescente de mearse en la cama (nadie ha llevado mejor a la pantalla esta, sí, terrible realidad que la serie Shin Chan), pero se ve que hay un universo de pesadillas con mujeres desnudas, jugadores de fútbol americano y macarras que se me escapa. La gente se agarra al “desasosiego onírico” como el Gobierno a la “herencia recibida”. De  momento, sigue colando.

Es más, da la impresión de que Lynch se ha embarcado en un tour de force infernal con sus fans con el objetivo de conocer sus límites desconocidos. Hemos llegado a un punto en el que Mullholland Drive se considera ya una película de estructura simplona (a fin de cuentas, es absolutamente lineal) y Terciopelo Azul o Carretera perdida como ensayos convencionales sobre la condición humana o de comunes patologías. La verdad está hoy en Inland Empire y no en la prosaica cosechadora de Richard Farnsworth. Y sigue colando.

Desconozco si Lynch va a volver a dirigir una película o si se va a centrar en  tomar cafés sin parar, abrir baretos en Paris y a dirigir cortos con conejos y vídeos musicales que no tengan sentido alguno pero que produzcan desasosiego onírico y reflejen la decadencia de Occidente.  Sorprendentemente, parece evidente que la segunda alternativa resulta más divertida para todos, así que a disfrutar. También podemos bajar el volumen y disfrutar de la última obra del director con la música de Leonor Watling, lo cual es una experiencia verdaderamente brutal y contracorriente. 

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