9 dic 2012

Heroínas silenciosas


Lo verdaderamente sorprendente en De tu ventana a la mía es que haya sido firmada por una debutante. Paula Ortiz ofrece una película de factura sublime, con fotografía y encuadres extraordinarios, que revela una madurez impactante.   

El filme se acerca a tres mujeres (interpretadas por Leticia Dolera, Maribel Verdú y Luisa Gavasa), de distintas edades y en diferentes momentos del siglo pasado, que tienen que afrontar situaciones dramáticas y renunciar a sus vidas y a sus sueños.


Ortiz utiliza estas tres historias para intentar construir una especie de homenaje a las heroínas silenciosas, a su sufrimiento y lucha callada para intentar seguir adelante. Un poema desolado y reivindicativo sobre la esperanza. Lo ejecuta con insolente preciosismo, logrando un resultado desigual pero convincente.

El problema de la obra surge cuando nos acercamos al guión. Es una pena descubrir dos tramas bastante tópicas y previsibles (en especial, la ambientada en la Guerra Civil), que salvan de alguna manera la presencia de Dolera, la interpretación de Verdú y la magistral dirección. Y es que, pese a los estimables esfuerzos barrocos de Ortiz en ambas, sólo será en la historia ambientada en los años setenta, que aborda la amargura de la llegada de la vejez y la enfermedad, más simple y desnuda, cuando verdaderamente se eleva la película. Hay algunos momentos en este capítulo realmente inolvidables.

En conjunto, una cinta triste, excesiva, con alma poética no del todo lograda. Pero también muy bella. Y con una dirección exquisita.

Al ver De tu ventana a la mía resulta también inevitable preguntarse dónde coño está el público de cine español ¿Por qué una obra tan emocionante y bien realizada no ha llegado al espectador medio? De verdad, es para hacérnoslo mirar.

7 dic 2012

De analfabetos emocionales


Llega un momento en la trayectoria de la mayoría de directores en el que deciden abordar un retrato de su propia generación, generalmente desesperanzado. Lo curioso de Cesc Gay, además de ya llevar unos cuantos (como En la ciudad), es que su acercamiento más acertado y profundo a la desorientación vital de la madurez lo consiguió precisamente con la película que no iba tan abiertamente de ello: la excepcional e infravalorada Ficción.

Quizás aquí radica uno de los mayores problemas de la por otro lado estimable Una pistola en cada mano, estrenada en España esta semana. Su evidente tesis sobre el ridículo existencial masculino acaba lastrando y encorsetando al conjunto de la obra. El forzado objetivo discursivo sobre el analfabetismo emocional de los hombres, sus exagerados subrayados y la necesidad de recordarnos en cada escena que está radiografiando las derrotas, miserias e hipocresías de los tipos acomodados que han pasado los cuarenta provoca lamentablemente que desde la primera secuencia nos sepamos ya la película entera. Y que queden a la vista sus pretensiones y costuras, lo que nos quiere contar o más bien deletrear.


Gay estructura su obra a través de varios capítulos sostenidos por diálogos accidentales. Los textos, escritos con talento e inteligencia para tratar de evitar la irregularidad habitual en este tipo de formatos, abordan el desconcierto del hombre occidental tras el ocaso del macho y la ausencia de nuevos referentes. Componen una antología quizás excesiva de humillaciones del varón contemporáneo, cubierta por un humor cruel y compasivo, y que otorga a las mujeres una superioridad sentimental tan aplastante que a algunos puede resultarles aterradora. Los papeles se reservan a una especie de all star de la interpretación española, en el que no me detendré porque para eso ya están los suplementos dominicales.

Una pistola en cada mano resulta ideal para vomitar reflexiones existenciales afectadas y pretenciosas, tan habituales en este blog. En esta ocasión, por la machacona obviedad de este mensaje en el filme y porque otros lo hacen mucho mejor (como Luis Martínez en El Mundo), les ahorraré este trago. Sólo apuntaré para finalizar que Cesc Gay ha firmado una buena película, que gustará bastante y que, por supuesto, puede llevar la cabeza bien alta en el panorama del cine español de este año. Pero de tanto enfatizar el patetismo ridículo de los hombres, el autor catalán ha estado a un paso de redimirlos y de desnudar involuntaria e irremediablemente a las mujeres.   

3 dic 2012

El diputado y lo que pudimos haber sido


Revisar una película de Eloy de la Iglesia supone también de alguna manera lamentar treinta años de cine español. El que podía haber sido.

El director vasco fue un transgresor. Pero no desde el punto de vista estético y superficial en el que acabaron derivando algunos de sus contemporáneos, sino que siempre afrontó desde la honestidad y el inconformismo los socavones sociales y morales de la transición española. Lamentablemente, su cine, feo y quizás limitado, así como algunos de sus actores y tantos jóvenes de entonces, acabaría unido injustamente en el subconsciente colectivo al de una generación destrozada por la heroína y sus consecuencias y ya olvidada por casi todos. Y con el apelativo de quinqui.

Gracias a Filmin, he vuelto a ver en las últimas semanas El diputado (1978), en la que José Sacristán interpreta al dirigente de un partido comunista que esconde su homosexualidad y su gusto por los chicos jóvenes. El planteamiento fue polémico en su época pero lo verdaderamente aterrador es preguntarse si lo sería en nuestros elitistas días, en los que se se ponen bombas o encausan a humoristas por bromear o satirizar sobre religión.


Más allá de controversias mojigatas, El diputado es ante todo una película tristísima, tanto política como humanamente. De la Iglesia aborda en este filme una reflexión pesimista y angustiada sobre las engañosas conquistas, sobre una democracia recién nacida pero ya amputada en la que se mantienen estructuras colectivas intolerantes y ciegas ante lo marginal, lo radical, lo cual tiene también algo de premonitorio sobre el cine español que vendría. Y compone una acertada elegía sobre la libertad absoluta en medio de la libertad cacareada.

La cinta contiene una carga de profundidad seguramente no buscada que hoy resulta devastadora. El piso de la clandestinidad, en el que se soñaba con el fin de la dictadura y con ventanas abiertas, se convierte con la llegada de la democracia en el picadero al que el protagonista llevará a escondidas a un chapero menor en una terrible y curiosa metáfora adelantada a su tiempo. Sobre nosotros mismos, por cierto.

Conviene apuntar que el conjunto resulta bastante imperfecto y con cierto aire amateur, como toda su obra, tan menospreciada por el establishment cinematográfico de nuestro país. Pero es sin duda más valiente que la mayoría de las películas realizadas en España en las siguientes tres décadas. Hay más huevos en una secuencia de El diputado que en toda la filmografía de Amenábar. Cine político o social con mayúsculas, tan poco académico como exitoso en su tiempo, que pasa de autocomplacientes o sentimentaloides retratos sobre nuestra reciente historia o sobre nuestros deseos e hipocresías y los desenmascara y zarandea con un atrevimiento hoy desconocido. Y que nos recuerda con tristeza infinita lo que pudimos haber sido.

29 nov 2012

Lección de cine y tragedia


A estas alturas no se esperaba ya demasiado de ellos. Sin embargo, con más de ochenta años y en menos de ochenta minutos, los hermanos Taviani han impartido una lección de fuerza y creatividad cinematográfica capaz de empequeñecer a los ya no tan imberbes gurús de nuestra época. César debe morir, ganadora del Oso de Oro en el último Festival de Berlín, supone quizá uno de los más impactantes y lúcidos acercamientos al género carcelario que jamás veremos.

La idea epata por su sencillez y profundidad. Los directores italianos representan Julio César con presos reales de una cárcel de máxima seguridad y componen un lúcido conjunto en el que se superponen las dos tragedias, la shakesperiana y la de los actores, en un opresivo ambiente de potentísimos planos en blanco y negro (acompañados de una contundente banda sonora) que sólo encontrarán la luz en la aprehensión colectiva del drama, en la bella e inútil victoria del arte, en el conocimiento del abismo de cada cual cuando se vuelva a cerrar la celda o se enciendan las luces de la sala.

Ya de paso, dan un recital de sabia contención y eluden territorios tremendistas o sentimentales, tan habituales en las obras carcelarias. En el filme no sobra ni falta nada.

Breve y enorme milagro en forma de película. Lección de cine y tragedia de los Taviani. Y de interpretación por parte de unos mafiosos y asesinos. No hay mucho más que decir.

28 nov 2012

Scariolo


De Sergio Scariolo envidiamos sobre todo su elegancia. Este italiano de libro, con encanto para expulsarte de una sala con sólo abrir la puerta, ha ocupado el puesto de seleccionador español de baloncesto durante los últimos tres años. Pero eso es lo de menos porque estamos convencidos de que el resultado hubiera sido el mismo estando en el banquillo Phil Jackson o mi abuela.

Sospechamos que la generación del 80 ha practicado siempre la autogestión. Que se reúnen cada verano para pasar unas vacaciones entre amigos y, ya que están allí, dar en los ratos libres unas lecciones de baloncesto. Y entendemos que el papel del técnico se reduce a no molestar demasiado. Por eso, su pizarra en los tiempos muertos la sentimos siempre como una amenaza.

Hoy Scariolo ha anunciado que no va a continuar. No se le echará mucho de menos porque vamos a tener bastante trabajo el resto de nuestra vida haciéndolo con sus jugadores. Se va con dos oros europeos y una plata olímpica, ante el cercano ocaso de estos chicos que asombraron al mundo en el Mundial juvenil del 99. Pero también consciente de que probablemente su lugar en la historia de este equipo se reducirá como mucho a una nota a pie de página.

Asumir el reto de entrenar a este conjunto ha tenido cierto encanto suicida. Cuando tu único objetivo se centra en no cagarla, aumentan exponencialmente las posibilidades de naufragar. Seamos serios, dirigir a esta selección española de baloncesto es tan aterrador como jugar al trivial con los participantes de Gandía Shore. Sólo se puede fracasar. Y hay que reconocer que esa amenaza perpetua de abismo la llevó siempre Scariolo con insultante elegancia.

27 nov 2012

Blues desesperado de Baltimore oeste


Ahora que se discute tanto sobre el futuro del periodismo y los nuevos modelos de negocio, conviene recordar el improbable proyecto en el que se embarcaron hace dos décadas un redactor de sucesos y un policía de la ciudad de Baltimore. David Simon y Ed Burns se apostaron durante meses en una esquina de un barrio al que nadie quería mirar para escuchar las voces que no se oyen a menudo.

De esa aventura en Baltimore oeste nació el libro The corner y su posterior adaptación por parte de la cadena HBO al formato miniserie, en la que me detendré a continuación. Luego vinieron otras cosas, pero esa parte de la historia ya la conocemos casi todos.


Si en The wire la protagonista principal es la ciudad, que ya no volvería a ser nunca la misma tras este milagro televisivo, The corner (2000) centra exclusivamente el foco en los auténticos perdedores de esa urbe, los drogadictos y sus tristes e insalvables motivaciones, protagonistas más secundarios en su hermana mayor.

Tomando como referencia a una familia destruida por la droga y a algunos adictos del barrio a principios de los noventa, Simon (que escribe junto a David Mills todos los episodios) construye un documento desgraciadamente realista sobre la absoluta derrota y la nula esperanza. La obra se aleja así de la tradicionales asideros de este tipo de historias, que acaban derivando en la mayoría de ocasiones en el thriller o el género de mafias y adoptando un punto de vista tremendista o sentimental. Aquí sólo hay una mirada fría que reduce su interés a aquellos que se levantan cada mañana con el fin de reunir diez dólares para poder comprar su dosis diaria de calma y destrucción, a sus familias, a los adolescentes tan conscientes de la esquina como destino, y deja a un lado otras piruetas argumentales que sí encontramos en otros productos de los autores.

The corner (cuyos capítulos fueron dirigidos por Charles S. Dutton, natural también de Baltimore) se presenta como un evidente de embrión de The Wire. La serie se toma su tiempo para presentarnos a los personajes y las tramas, se detiene en la triste cotidianeidad en una especie de costumbrismo sucio, mientras compone con calma decimonónica su blues de Baltimore oeste.

También podemos percibir algunos defectos que pulirían Simon, Burns y Mills en sus posteriores proyectos. Así, en The corner se nota a partir del cuarto episodio cierto agotamiento argumental y una sensación de estar dando demasiadas vueltas a lo mismo que lleva a exagerar algunas tramas de redención y caída. Además, y quizás por esa necesidad de alzar la voz sobre la tragedia de ese barrio y por la propia alma política y pedagógica de la obra, hay un continuo ansia documental, de recordarnos continuamente que está contando historias reales, seguramente innecesario desde el punto de vista narrativo. A ello se unen algunas prescindibles evocaciones de un pasado idílico de Baltimore oeste, antes de que la droga lo destruyera todo sin que a nadie le importara,

Pero The corner no es sólo una serie de televisión a la que se deba despachar con cuatro virtudes y defectos. Es sobre todo un doloroso y necesario alegato político, un lamento desesperado sobre un barrio a dos paradas de autobús del centro. Sobre una esquina como agujero negro de la humanidad de finales del siglo pasado a la vista y tolerado por todos. Es, en definitiva, una serie imprescindible no sólo por lo que acabó siendo, un excelente prólogo de la monumental e inabarcable The Wire, sino por lo que es. 


En fin, todo esto pasaba y sigue pasando en la parte trasera de esta ciudad, de todas las ciudades, y uno, mientras ve The corner, sólo puede agradecer al azar con vergonzoso egoísmo el haber nacido lejos de Baltimore oeste, de haber evitado hasta el momento todos los Baltimores oestes. Y también a David Simon y a Ed Burns que olvidaran las sesudas reflexiones sobre el periodismo y los modelos de negocio y no miraran, como todos hacemos, para otro lado.

26 nov 2012

La gran película de la que todo el mundo habla


Que Ben Affleck firme una buena película dejó de ser noticia hace tiempo. Lo realmente novedoso en Argo es que su interpretación resulta bastante convincente.

Aquí finalizaría mi comentario sobre la tercera película que dirige el hierático actor de no ser por el unánime aplauso de crítica y público que ha recibido esta obra sobre la huida de algunos diplomáticos norteamericanos escondidos en la embajada de Canadá en Irán durante la crisis de los rehenes de 1979. 


Argo, la gran película de la que todo el mundo habla, es una empresa extraña e improbable que Affleck salva con notable y ya nada sorprendente oficio. Pero también me parece el filme más irregular de su prometedora carrera. 

Tras las notables Adiós pequeña, adiós (2007) y The town (2010), en las que el director adaptaba novelas localizadas en su Boston natal y conocido y demostraba un pulso cinematográfico envidiable, en Argo se enfrenta a un reto muy atrevido al abordar la interesante pero narrativamente problemática peripecia del agente de la CIA Tony Mendez.

Así, la mayor virtud de Affleck en este proyecto radica en haber convertido una materia prima pobre e inclasificable en un producto aceptable. Pese a basarse en hechos reales, que un espía de la CIA utilice el falso rodaje de una película de ciencia ficción en Irán por parte de unos productores excéntricos para adentrarse en aquel país revolucionario representa un punto de partida con grandes posibilidades de naufragar y hacer el ridículo. 

El director planta cara de forma suicida a esta indefinición en el tono de la obra, que visita el género de espías, el thriller y la comedia, y bordea peligrosamente el hundimiento durante gran parte del metraje. Si en La guerra de Charlie Wilson (2007), película con la que comparte bastantes lazos, Mike Nichols y Aaron Sorkin apostaban claramente por el cinismo y el humor para afrontar la alocada historia del senador que armaba a los afganos en su guerra contra los soviéticos, Affleck renuncia en Argo a esta salida evidente y convierte su obra en un curioso y deslavazado cajón de sastre formal.  

De forma inexplicable y elogiable, logra mantener el tipo, incluso en el impotente clímax final, aunque no puede desembarazarse de esa impresión general de meritoria salida de atolladero. 

La obra también transita con dificultad por el delicado sendero del maniqueísmo. En este caso, lo resuelve con menor audacia al no encontrar mejor recurso que una introducción en forma de cómic bastante objetiva sobre los antecedentes de la revolución iraní. Como si, una vez finalizada la película y movidos por cierta vergüenza multicultural, se hubieran percatado de la parcialidad en el enfoque de la cuestión y en la presentación de los revolucionarios.

Por último, la construcción de los personajes, las motivaciones del protagonista e incluso la propia banda sonora se mueven en el mismo terreno inestable del conjunto del filme: el de la incredulidad asumible.

Que quede claro. Argo no está mal. Veo en ella el talento de Affleck como director clásico, mucho trabajo anterior y posterior por disfrazar un material tan débil y peligroso y una honesta preocupación por ocultar un punto de vista demasiado imperialista. Incluso, como apuntaba al principio, la puedo definir como buena. Así que véanla y disfrútenla. Pero, en mi humilde opinión (que no llega ni a la esquina de mi calle), lo que no percibo en ningún caso es la gran película de la que todo el mundo habla. 

22 nov 2012

Sobre Holy motors


Seguramente la forma más honesta de acercarse a Holy Motors sea la de Josu Eguren, quien, en un alarde de humildad impropio de estos tiempos, reconoció en El Correo que, como crítico, no estaba a la altura de la película. Como yo no soy crítico y además mis conocimientos cinematográficos están a años luz de los suyos, renunciaré por vergüenza en este texto a cualquier impostura que maquille mi ignorancia.

Porque, sinceramente, descifrar en su totalidad la nueva propuesta de Leox Carax queda al alcance de muy pocos. Hablamos de un antiguo enfant terrible, fanático y estudioso de la materia, de la escuela Cahiers (con todo lo que eso conlleva), que aborda en esta ocasión un pretencioso y virtuoso ejercicio metacinematográfico en el que se van sucediendo multitud de referencias y locuras probablemente justificadas, envueltas además en un conjunto de tono surrealista y posmoderno. Debido a mis carencias, sólo puedo percibir los elementos más obvios, como la alusión a Los ojos sin rostro, las variaciones formales que se suceden a lo largo del metraje o el curioso paralelismo con la reciente Cosmópolis en el uso metafórico de la limusina. Poco más.

Sin embargo, si olvidamos los aspectos referenciales y los exagerados objetivos estilísticos, hay que señalar que el argumento y las intenciones de Carax tampoco resultan excesivamente complejas. Parece evidente, ya desde el notable episodio del motion capture, que el director francés trata de realizar una especie de homenaje y a la vez elegía de una forma de hacer, ver y vivir el cine, e incluso pretende ir más allá. Para ello, Denis Lavant va interpretando diversos capítulos en un Paris moldeable, cada uno con su estilo y mundo interior y con mayor o menor interés. 

En general, el resultado de esta monumental empresa me ha parecido impactante y sugerente, sí, pero también bastante desigual. Tras el divertido y meritorio entreacto (uno de los mejores momentos), la película pierde la fascinación inicial que ya sólo levantará de alguna manera el maravilloso y a la vez ridículo número musical de Kylie Minogue. Y quizás en el desenlace, en el que percibo cierta broma gamberra, aunque seguramente esté equivocado. 

En definitiva, el espectador interesado en el cine pero no demasiado experto, como es mi caso, encontrará la experiencia desconcertante e inalcanzable, pero seguramente le valdrá la pena. El community manager, que se abstenga.

Recurriré para aclarar y acabar este texto infernal a la fórmula Boyero, tan apañada en estas ocasiones. La película tiene la extraña virtud de conmoverme, abrumarme y repelerme a la vez. En la primera parte de la obra caigo en una especie de estado hipnótico que me hace pensar que estoy presenciando cine con mayúsculas, que esa historia loca, absurda y sin sentido me va a transportar en limusina desde los orígenes de este arte hacia terrenos desconocidos, inexplorados y sugerentes. Después decae lamentablemente en una sucesión de vacuas excentricidades y me sorprendo mirando el reloj para descubrir cuánto queda mientras pienso en mis cosas. Finalmente, deriva en lo grotesco y en una comicidad que muchos modernos encontrarán trascendente, y seguramente lo sea, pero que no me acaba de transmitir nada, me deja frío. Sin embargo, al salir a la calle, soy consciente de que algunas de esas imágenes bellas, brutales e indescifrables me acompañarán sin remedio en los próximos días.

Claro que, al reconocer todo esto, uno queda aterrado ante la posibilidad de que, como apunta Pablo Pelluch en Ociozine, Leos Carax pueda estar partiéndose el culo en el suelo de su cocina. 

21 nov 2012

De las cosas que importan (o no)


Hace años un buen amigo sufrió la repentina pérdida de un ser cercano. Días después, tomando algo en un bar, le pregunté cómo lo llevaba. Se puso extrañamente serio y me confesó: “Lo peor de todo es que me encuentro más o menos bien”.

La inexplicable y culpable ausencia del dolor que se da por descontado es el eje central de la película Caos Calmo (2008), firmada por Antonello Grimaldi y escrita y protagonizada (y probablemente también bastante dirigida) por Nanni Moretti, que ya había abordado las consecuencias de una tragedia familiar inesperada en la magnífica La habitación del hijo (2001), aquella vez desde una perspectiva más convencional.


La obra, adaptación de una novela de Sandro Veronesi que no he tenido oportunidad de leer, cuenta la historia de un ejecutivo de un grupo de comunicación que, tras la muerte de su esposa, decide pasar el día sentado en el banco de un pequeño parque situado junto al colegio de su hija de cinco años.

Lo curioso e interesante de esta trama es la absoluta carencia de motivaciones decisivas del protagonista, que se encuentra perdido y confuso ante esa calma sin sufrimiento que siente a traición, ante el incómodo descubrimiento de que no ha prestado la menor atención a su esposa (a la que hace tiempo que no quería) ni a su hija. Así, decidirá por casualidad, que no por convencimiento íntimo, hacer lo que cree que se supone que tiene que hacer cuando la niña le traslada su desamparo: instalarse junto a la escuela para que ella pueda encontrarlo cuando se asome por la ventana.

En ese banco discurrirán apaciblemente sus días y empezará a sentirse extrañamente cómodo junto a su nuevo microcosmos de paseantes y madres que van a buscar a sus pequeños y toman café. También ese rincón se convertirá en una especie de confesionario por el que desfilarán sus compañeros de trabajo, familiares y amigos a interesarse por su estado y a contarle sus prosaicos problemas. En este entorno improbable, caótico y tranquilo, construirá una cotidianeidad alternativa, una ilusión de descubrir las pequeñas cosas que importan, un deseo de dar un giro a su existencia. Hasta que, claro, en un desenlace sencillo y descomunal que ahoga cualquier moraleja grandilocuente y le absolverá con ternura del duelo impostado, su propia hija le implore que cese en su extravagante actitud porque sus compañeros se burlan de ella.

No estamos pues ante una historia al uso de aprendizaje, de descubrimiento de uno mismo y de lo verdaderamente trascendente, por más que el propio protagonista así lo pueda o quiera percibir durante el metraje. Más bien la obra supone una extraña y bella radiografía del desbarajuste vital y emocional en el que nos vemos envueltos cuando algo nos descoloca y nuestra reacción dista bastante de ser la esperada.

Desde la implacable objetividad, a la película se le puede achacar casi de todo: exceso de sentimentalismo baratillo, incoherencias y dificultades para encontrar el tono exacto, bajones narrativos, líneas argumentales prescindibles o una extemporánea y ya célebre escena de sexo más explícita que de costumbre. Pero también sucede que sus evidentes defectos encajan milagrosamente con la propia esencia del personaje principal (impresionante Moretti) y logran cuadrar contra todo pronóstico una cinta inolvidable.

Así, bajo la apariencia de un film pequeño e imperfecto, sin excesivas pretensiones, se esconde quizás de forma involuntaria un profundo acercamiento a la pérdida y a la presencia u obligación del dolor, una reflexión sobre la desorientación vital de la mediana edad acomodada y, en definitiva, un inútil y encantador lamento sobre el irresoluble enigma de las cosas que realmente importan.

20 nov 2012

Sólo un reality show de los malos

De las primarias demócratas de hace ya un lustro se ha dicho y escrito casi todo. También de la victoria de ese extraterrestre político llamado Barack Obama y de su campaña presidencial. Pero el huracán azul de 2008 ha ocultado para muchos una historia mucho más sugerente y humana, como a fin de cuentas son todas las historias de derrotas y desesperación ante un seguro hundimiento: la loca e increíble campaña republicana de John McCain.


La producción de la cadena norteamericana HBO Game change se centra precisamente en el insoportable trance con el que tuvo que lidiar el antiguo héroe de guerra norteamericano y su equipo hace cuatro años, tratando de competir no sólo con un adversario político, sino con una especie de encantador mesías posmoderno agitador de multitudes, al mismo tiempo que trataban de alejarse del todavía presidente George W. Bush.

La obra se basa en en el libro del mismo título escrito por los periodistas John Heilemann y Mark Halperin, en el que abordan las peripecias de ambos partidos en aquellos inolvidables meses, y que sigue la lamentable tendencia al culebrón del periodismo político actual (y también económico; de hecho, la aclamada publicación Too big to fail, del periodista Andrew Ross Sorkin, que narra los convulsos días en torno a la caída de Lehman Brothers y que también fue llevada a la pantalla por HBO, adopta también la forma de una novelita chismosa sobre las aventuras del secretario del tesoro y los CEOs de los principales bancos norteamericanos).

Pero bueno, volvamos a la película. Su director, Jay Roach, y el guionista, Danny Strong (ambos se encargaron también de la interesante Recount sobre la polémica adjudicación del Estado de Florida en las elecciones de 2000), sitúan el foco en Steve Schmidt (Woody Harrelson), experimentado consejero político que asumió el descomunal reto de dirigir la campaña de McCain (encarnado por un desconcertante Ed Harris, que parece más preocupado de imitar los gestos y peculiares características corporales del candidato que por darle vida) y de tomar las decisiones que, a la postre, acabarían condicionando el destino del Partido Republicano en años posteriores.

Así, Shmidt apostará por movimientos arriesgados e impactantes, o más bien desesperados y hasta suicidas, para tratar de reventar el advenimiento del primer presidente negro, y que alcanzarán su apogeo con la precipitada elección de la desconocida y extravagante gobernadora de Alaska, Sarah Palin (clavada por Julianne Moore), sin ninguna experiencia en política nacional, para acompañar a McCain en el ticket presidencial. Schmidt y su equipo irán descubriendo las inimaginables carencias de su candidata en cualquier materia y, a la vez, su también indiscutible encanto hacia ciertas bases de su partido, lo que derivará en una pesadilla incontrolable.

Habrá quien acuse a la HBO de caricaturizar e incluso ensañarse con esta lideresa de la extrema derecha norteamericana (de hecho, tanto McCain como Palin desacreditaron de pasada tanto el libro como la película). Yo en su lugar no lo haría muy alto, no vaya a ser que se quedaran cortos.

En el film se echa quizás en falta la gota que colmó el vaso de este rocambolesco proceso electoral: el hundimiento de Lehman Brothers y el riesgo real de colapso de toda la economía. Roach y Strong pasan de puntillas por la controvertida decisión del candidato republicano de suspender repentinamente su campaña e ir a Washington a "ayudar" a buscar una solución, asunto que sí es abordado ampliamente en el libro (como se ha apuntado en la extensa bibliografía sobre aquellos días, la aparición de McCain y posteriormente de Obama arrastrado por su rival, fue percibida como un engorro por la Administración y el Congreso, que trataban de evitar como fuera que el barco se hundiera y como que no estaban para fotos).

Como en la mayoría de proyectos de HBO, el producto resulta bastante interesante y entretenido. Sin embargo, pese a un conjunto muy cuidado, muy de la casa, de alumnos aplicados, a la obra le cuesta desembarazarse de un incómodo aire a telefilme (de hecho, lo es) barato, que intentan y a veces logran elevar los excelentes trabajos de Harrelson y Moore. 

En todo caso, se trata de una película más que útil para conocer las motivaciones e interioridades de un proceso electoral que, si bien no tuvo ese halo tan romántico que tanto nos gusta y que presidió la campaña de la otra acera, fue el germen de una radicalización de una parte de la derecha norteamericana que afectaría seriamente al Partido Republicano y al conjunto de la política de ese país. Y también representa un ejemplo más de que las decisiones desesperadas, además de imprevisibles, pueden acabar siendo peligrosas. O ridículas, que a veces es peor.

Como apuntó Steve Schmidt, "esto no fue una campaña electoral, fue sólo un reality show de los malos".