Hace años un buen amigo sufrió la
repentina pérdida de un ser cercano. Días después, tomando algo en un bar, le
pregunté cómo lo llevaba. Se puso extrañamente serio y me confesó: “Lo peor de
todo es que me encuentro más o menos bien”.
La inexplicable y culpable
ausencia del dolor que se da por descontado es el eje central de la película Caos Calmo (2008), firmada por Antonello
Grimaldi y escrita y protagonizada (y probablemente también bastante dirigida) por
Nanni Moretti, que ya había abordado las consecuencias de una tragedia familiar inesperada en la magnífica La habitación del hijo (2001), aquella vez desde una perspectiva más convencional.
La obra, adaptación de una novela
de Sandro Veronesi que no he tenido oportunidad de leer, cuenta la historia de un ejecutivo de un grupo de comunicación que,
tras la muerte de su esposa, decide pasar el día sentado en el banco de un
pequeño parque situado junto al colegio de su hija de cinco años.
Lo curioso e interesante de esta trama es la absoluta carencia de motivaciones decisivas del protagonista, que se
encuentra perdido y confuso ante esa calma sin sufrimiento que siente a traición, ante el incómodo
descubrimiento de que no ha prestado la menor atención a su esposa (a la que
hace tiempo que no quería) ni a su hija. Así, decidirá por casualidad, que no por
convencimiento íntimo, hacer lo que cree que se supone que tiene que hacer
cuando la niña le traslada su desamparo: instalarse junto a la escuela para
que ella pueda encontrarlo cuando se asome por la ventana.
En ese banco discurrirán apaciblemente
sus días y empezará a sentirse extrañamente cómodo junto a su nuevo microcosmos de
paseantes y madres que van a buscar a sus pequeños y toman café. También ese
rincón se convertirá en una especie de confesionario por el que desfilarán sus
compañeros de trabajo, familiares y amigos a interesarse por su estado y a contarle
sus prosaicos problemas. En este entorno improbable, caótico y tranquilo, construirá
una cotidianeidad alternativa, una ilusión de descubrir las pequeñas cosas
que importan, un deseo de dar un giro a su existencia. Hasta que, claro, en un
desenlace sencillo y descomunal que ahoga cualquier moraleja grandilocuente y
le absolverá con ternura del duelo impostado, su propia hija le implore que
cese en su extravagante actitud porque sus compañeros se burlan de ella.
No estamos pues ante una historia
al uso de aprendizaje, de descubrimiento de uno mismo y de lo verdaderamente
trascendente, por más que el propio protagonista así lo pueda o quiera percibir
durante el metraje. Más bien la obra supone una extraña y bella radiografía del
desbarajuste vital y emocional en el que nos vemos envueltos cuando algo nos
descoloca y nuestra reacción dista bastante de ser la esperada.
Desde la implacable objetividad, a la película se le puede achacar casi de todo: exceso de sentimentalismo baratillo, incoherencias y
dificultades para encontrar el tono exacto, bajones narrativos, líneas argumentales prescindibles o una extemporánea y ya célebre escena de sexo más
explícita que de costumbre. Pero también sucede que sus evidentes defectos
encajan milagrosamente con la propia esencia del personaje principal (impresionante Moretti) y
logran cuadrar contra todo pronóstico una cinta inolvidable.
Así, bajo la apariencia
de un film pequeño e imperfecto, sin excesivas pretensiones, se esconde quizás
de forma involuntaria un profundo acercamiento a la pérdida y a la presencia u obligación del dolor, una reflexión sobre la desorientación vital de la mediana edad acomodada
y, en definitiva, un inútil y encantador lamento sobre el irresoluble enigma de
las cosas que realmente importan.
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