22 nov 2012

Sobre Holy motors


Seguramente la forma más honesta de acercarse a Holy Motors sea la de Josu Eguren, quien, en un alarde de humildad impropio de estos tiempos, reconoció en El Correo que, como crítico, no estaba a la altura de la película. Como yo no soy crítico y además mis conocimientos cinematográficos están a años luz de los suyos, renunciaré por vergüenza en este texto a cualquier impostura que maquille mi ignorancia.

Porque, sinceramente, descifrar en su totalidad la nueva propuesta de Leox Carax queda al alcance de muy pocos. Hablamos de un antiguo enfant terrible, fanático y estudioso de la materia, de la escuela Cahiers (con todo lo que eso conlleva), que aborda en esta ocasión un pretencioso y virtuoso ejercicio metacinematográfico en el que se van sucediendo multitud de referencias y locuras probablemente justificadas, envueltas además en un conjunto de tono surrealista y posmoderno. Debido a mis carencias, sólo puedo percibir los elementos más obvios, como la alusión a Los ojos sin rostro, las variaciones formales que se suceden a lo largo del metraje o el curioso paralelismo con la reciente Cosmópolis en el uso metafórico de la limusina. Poco más.

Sin embargo, si olvidamos los aspectos referenciales y los exagerados objetivos estilísticos, hay que señalar que el argumento y las intenciones de Carax tampoco resultan excesivamente complejas. Parece evidente, ya desde el notable episodio del motion capture, que el director francés trata de realizar una especie de homenaje y a la vez elegía de una forma de hacer, ver y vivir el cine, e incluso pretende ir más allá. Para ello, Denis Lavant va interpretando diversos capítulos en un Paris moldeable, cada uno con su estilo y mundo interior y con mayor o menor interés. 

En general, el resultado de esta monumental empresa me ha parecido impactante y sugerente, sí, pero también bastante desigual. Tras el divertido y meritorio entreacto (uno de los mejores momentos), la película pierde la fascinación inicial que ya sólo levantará de alguna manera el maravilloso y a la vez ridículo número musical de Kylie Minogue. Y quizás en el desenlace, en el que percibo cierta broma gamberra, aunque seguramente esté equivocado. 

En definitiva, el espectador interesado en el cine pero no demasiado experto, como es mi caso, encontrará la experiencia desconcertante e inalcanzable, pero seguramente le valdrá la pena. El community manager, que se abstenga.

Recurriré para aclarar y acabar este texto infernal a la fórmula Boyero, tan apañada en estas ocasiones. La película tiene la extraña virtud de conmoverme, abrumarme y repelerme a la vez. En la primera parte de la obra caigo en una especie de estado hipnótico que me hace pensar que estoy presenciando cine con mayúsculas, que esa historia loca, absurda y sin sentido me va a transportar en limusina desde los orígenes de este arte hacia terrenos desconocidos, inexplorados y sugerentes. Después decae lamentablemente en una sucesión de vacuas excentricidades y me sorprendo mirando el reloj para descubrir cuánto queda mientras pienso en mis cosas. Finalmente, deriva en lo grotesco y en una comicidad que muchos modernos encontrarán trascendente, y seguramente lo sea, pero que no me acaba de transmitir nada, me deja frío. Sin embargo, al salir a la calle, soy consciente de que algunas de esas imágenes bellas, brutales e indescifrables me acompañarán sin remedio en los próximos días.

Claro que, al reconocer todo esto, uno queda aterrado ante la posibilidad de que, como apunta Pablo Pelluch en Ociozine, Leos Carax pueda estar partiéndose el culo en el suelo de su cocina. 

1 comentario:

  1. Si Carax a veces ha acertado o se ha acercado al blanco, no es desde luego con 'Holy Motors'. ¡¡¡Vaya pedazo de caca pretenciosa!!! Un saludo

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