Puede parecer divertido que los
protagonistas de Bellflower se
dediquen a la entrañable y baldía tarea de fabricar un lanzallamas para
gobernar la tierra yerma tras el apocalipsis, que creen inminente. Pero, si se
piensa en poco, nuestras vidas tampoco andan muy lejos.
Evan Glodell ha construido,
quizás involuntariamente, una metáfora sorprendentemente generacional. Dos jóvenes desocupados sin aparente futuro que viven de no se sabe muy bien
qué pasan la vida bebiendo cerveza, recordando películas de la infancia, construyendo armas y soñando con
patrullar el planeta en su Mother Medusa tras la hecatombe.
Mientras tanto, se enamoran con torpeza preadolescente, se desengañan y se
hunden en un lodazal de sangre y abandono.
Si a ello le sumamos una
dirección forzadamente cutre y ochentera, con una fotografía amarillenta
y desenfocada, se completa uno de los productos más interesantes y locos de
los últimos años, donde cabe el indie americano más convencional, la nostalgia
ochentera más freak, la road movie más romántica, el cine apocalíptico de inspiración zombie más
retro y contemporáneo, y el baño de sangre más gratuito. Y, pese a ello, hay una extraña sensación de coherencia brutal en el conjunto, de desesperanza y broma absurda
post Mad Max, post Tarantino. Post todo.
Obviamente, a la película se le
pueden poner muchos reparos (inconsistencia narrativa, excesos dramáticos con tendencia a la brutalidad, cierta pretenciosidad
innecesaria en el mensaje,…) e incluso machacarla con lamentables argumentos
objetivos. Pero qué puede importar todo esto si tenemos en cuenta que el propio
director (y guionista y actor), además de escribir este maravilloso
despropósito, fabricó las armas caseras que aparecen
en el film y tuneó los coches y hasta la cámara con que rodó la obra. Genial
y perturbado, como su película.
Bellflower no se ha estrenado aún
en España y es posible que no lo haga nunca, quizás porque aquí preferimos el
llamado indie facilón y vomitivo que esconde la comedia romántica más conservadora
y dañina. O porque quizás en el fondo sospechamos que construir un lanzallamas
para gobernar la tierra yerma tras el inminente apocalipsis es tan baldío y
entrañable como estudiar una carrera, tener una cuenta en Twitter o escribir un
blog.
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