Hay diferentes maneras de acercarse al realismo social más
dramático y sucio. Se puede tratar desde el paternalismo, el
sensacionalismo, la conciencia y dignidad obrera, el sentimentalismo barato o
desde la exageración innecesaria de la tragedia. Salvo éste último, el actor Paddy Considine consigue en Tyrannosaur, su ópera prima como director, evitar con sorprendente
madurez la mayoría de estos lugares comunes y entregar una de las obras más
estremecedoras, completas y honestas de los últimos tiempos.
Tyrannosaur aborda la historia de dos desheredados, dos auténticos
indigentes sentimentales encerrados en sus infiernos vitales, en su propia
condena. Dos perros heridos. Él, alcohólico y violento, sentenciado por su
pasado y sus demonios interiores, sin ningún asidero más que su mejor amigo
enfermo de cáncer y un niño al que saluda todos los días. Ella, frustrada, reprimida y humillada, atrapada por un marido miserable y una vida agotada.
En este contexto desolador, resulta realmente sorprendente
el dominio narrativo y la construcción de personajes del director y
guionista, quien logra que, en la primera escena, en la que el protagonista mata a su perro a patadas, no sólo conozcamos perfectamente al
personaje, sino encuadrar magistralmente toda la obra. Y que, en medio de
este solar sentimental, surja una de las historias de amor más penosas y muertas, y a la vez más bellas, que un servidor
ha contemplado en pantalla. Mención especial merece el improbable encuentro de la pareja, cuando él se refugia entre la ropa de la tienda de ella, como un perro asustado.
Bien es cierto que todo es más fácil cuando cuentas con dos
actores como Peter Mullan y Olivia Colman, que regalan un trabajo soberbio, que nos escupen a la cara la podredumbre interior de
sus personajes. Hay más verdad y más derrota en la miradas de los protagonistas
que en 48 horas que González Iñárritu hubiera alargado el metraje de su
Biutiful.
Película terrible, inolvidable, que se adentra en los peores
rincones del alma con
una sabiduría y contención brillantes. Hay quien apuntaría como innecesarios
ciertos excesos dramáticos del guión y algún recurso prescindible, como el de
la religiosidad de la protagonista, o la escena final, que debiera haber sido
la penúltima. Pero seríamos injustos. Con la mirada de Mullan, en la que conviven perros, fantasmas y tiranosaurios, y la réplica de Colman, perdida y abandonada, es más que
suficiente.
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