13 jul 2012

Perros, fantasmas y tiranosaurios


Hay diferentes maneras de acercarse al realismo social más dramático y sucio. Se puede tratar desde el paternalismo, el sensacionalismo, la conciencia y dignidad obrera, el sentimentalismo barato o desde la exageración innecesaria de la tragedia. Salvo éste último, el actor Paddy Considine consigue en Tyrannosaur, su ópera prima como director, evitar con sorprendente madurez la mayoría de estos lugares comunes y entregar una de las obras más estremecedoras, completas y honestas de los últimos tiempos.


Tyrannosaur aborda la historia de dos desheredados, dos auténticos indigentes sentimentales encerrados en sus infiernos vitales, en su propia condena. Dos perros heridos. Él, alcohólico y violento, sentenciado por su pasado y sus demonios interiores, sin ningún asidero más que su mejor amigo enfermo de cáncer y un niño al que saluda todos los días. Ella, frustrada, reprimida y humillada, atrapada por un marido miserable y una vida agotada. 

En este contexto desolador, resulta realmente sorprendente el dominio narrativo y la construcción de personajes del director y guionista, quien logra que, en la primera escena, en la que el protagonista mata a su perro a patadas, no sólo conozcamos perfectamente al personaje, sino encuadrar magistralmente toda la obra. Y que, en medio de este solar sentimental, surja una de las historias de amor más penosas y muertas, y a la vez más bellas, que un servidor ha contemplado en pantalla. Mención especial merece el improbable encuentro de la pareja, cuando él se refugia entre la ropa de la tienda de ella, como un perro asustado.

Bien es cierto que todo es más fácil cuando cuentas con dos actores como Peter Mullan y Olivia Colman, que regalan un trabajo soberbio, que nos escupen a la cara la podredumbre interior de sus personajes. Hay más verdad y más derrota en la miradas de los protagonistas que en 48 horas que González Iñárritu hubiera alargado el metraje de su Biutiful.

Película terrible, inolvidable, que se adentra en los peores rincones del alma con una sabiduría y contención brillantes. Hay quien apuntaría como innecesarios ciertos excesos dramáticos del guión y algún recurso prescindible, como el de la religiosidad de la protagonista, o la escena final, que debiera haber sido la penúltima. Pero seríamos injustos. Con la mirada de Mullan, en la que conviven perros, fantasmas y tiranosaurios, y la réplica de Colman, perdida y abandonada, es más que suficiente.

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