29 nov 2012

Lección de cine y tragedia


A estas alturas no se esperaba ya demasiado de ellos. Sin embargo, con más de ochenta años y en menos de ochenta minutos, los hermanos Taviani han impartido una lección de fuerza y creatividad cinematográfica capaz de empequeñecer a los ya no tan imberbes gurús de nuestra época. César debe morir, ganadora del Oso de Oro en el último Festival de Berlín, supone quizá uno de los más impactantes y lúcidos acercamientos al género carcelario que jamás veremos.

La idea epata por su sencillez y profundidad. Los directores italianos representan Julio César con presos reales de una cárcel de máxima seguridad y componen un lúcido conjunto en el que se superponen las dos tragedias, la shakesperiana y la de los actores, en un opresivo ambiente de potentísimos planos en blanco y negro (acompañados de una contundente banda sonora) que sólo encontrarán la luz en la aprehensión colectiva del drama, en la bella e inútil victoria del arte, en el conocimiento del abismo de cada cual cuando se vuelva a cerrar la celda o se enciendan las luces de la sala.

Ya de paso, dan un recital de sabia contención y eluden territorios tremendistas o sentimentales, tan habituales en las obras carcelarias. En el filme no sobra ni falta nada.

Breve y enorme milagro en forma de película. Lección de cine y tragedia de los Taviani. Y de interpretación por parte de unos mafiosos y asesinos. No hay mucho más que decir.

28 nov 2012

Scariolo


De Sergio Scariolo envidiamos sobre todo su elegancia. Este italiano de libro, con encanto para expulsarte de una sala con sólo abrir la puerta, ha ocupado el puesto de seleccionador español de baloncesto durante los últimos tres años. Pero eso es lo de menos porque estamos convencidos de que el resultado hubiera sido el mismo estando en el banquillo Phil Jackson o mi abuela.

Sospechamos que la generación del 80 ha practicado siempre la autogestión. Que se reúnen cada verano para pasar unas vacaciones entre amigos y, ya que están allí, dar en los ratos libres unas lecciones de baloncesto. Y entendemos que el papel del técnico se reduce a no molestar demasiado. Por eso, su pizarra en los tiempos muertos la sentimos siempre como una amenaza.

Hoy Scariolo ha anunciado que no va a continuar. No se le echará mucho de menos porque vamos a tener bastante trabajo el resto de nuestra vida haciéndolo con sus jugadores. Se va con dos oros europeos y una plata olímpica, ante el cercano ocaso de estos chicos que asombraron al mundo en el Mundial juvenil del 99. Pero también consciente de que probablemente su lugar en la historia de este equipo se reducirá como mucho a una nota a pie de página.

Asumir el reto de entrenar a este conjunto ha tenido cierto encanto suicida. Cuando tu único objetivo se centra en no cagarla, aumentan exponencialmente las posibilidades de naufragar. Seamos serios, dirigir a esta selección española de baloncesto es tan aterrador como jugar al trivial con los participantes de Gandía Shore. Sólo se puede fracasar. Y hay que reconocer que esa amenaza perpetua de abismo la llevó siempre Scariolo con insultante elegancia.

27 nov 2012

Blues desesperado de Baltimore oeste


Ahora que se discute tanto sobre el futuro del periodismo y los nuevos modelos de negocio, conviene recordar el improbable proyecto en el que se embarcaron hace dos décadas un redactor de sucesos y un policía de la ciudad de Baltimore. David Simon y Ed Burns se apostaron durante meses en una esquina de un barrio al que nadie quería mirar para escuchar las voces que no se oyen a menudo.

De esa aventura en Baltimore oeste nació el libro The corner y su posterior adaptación por parte de la cadena HBO al formato miniserie, en la que me detendré a continuación. Luego vinieron otras cosas, pero esa parte de la historia ya la conocemos casi todos.


Si en The wire la protagonista principal es la ciudad, que ya no volvería a ser nunca la misma tras este milagro televisivo, The corner (2000) centra exclusivamente el foco en los auténticos perdedores de esa urbe, los drogadictos y sus tristes e insalvables motivaciones, protagonistas más secundarios en su hermana mayor.

Tomando como referencia a una familia destruida por la droga y a algunos adictos del barrio a principios de los noventa, Simon (que escribe junto a David Mills todos los episodios) construye un documento desgraciadamente realista sobre la absoluta derrota y la nula esperanza. La obra se aleja así de la tradicionales asideros de este tipo de historias, que acaban derivando en la mayoría de ocasiones en el thriller o el género de mafias y adoptando un punto de vista tremendista o sentimental. Aquí sólo hay una mirada fría que reduce su interés a aquellos que se levantan cada mañana con el fin de reunir diez dólares para poder comprar su dosis diaria de calma y destrucción, a sus familias, a los adolescentes tan conscientes de la esquina como destino, y deja a un lado otras piruetas argumentales que sí encontramos en otros productos de los autores.

The corner (cuyos capítulos fueron dirigidos por Charles S. Dutton, natural también de Baltimore) se presenta como un evidente de embrión de The Wire. La serie se toma su tiempo para presentarnos a los personajes y las tramas, se detiene en la triste cotidianeidad en una especie de costumbrismo sucio, mientras compone con calma decimonónica su blues de Baltimore oeste.

También podemos percibir algunos defectos que pulirían Simon, Burns y Mills en sus posteriores proyectos. Así, en The corner se nota a partir del cuarto episodio cierto agotamiento argumental y una sensación de estar dando demasiadas vueltas a lo mismo que lleva a exagerar algunas tramas de redención y caída. Además, y quizás por esa necesidad de alzar la voz sobre la tragedia de ese barrio y por la propia alma política y pedagógica de la obra, hay un continuo ansia documental, de recordarnos continuamente que está contando historias reales, seguramente innecesario desde el punto de vista narrativo. A ello se unen algunas prescindibles evocaciones de un pasado idílico de Baltimore oeste, antes de que la droga lo destruyera todo sin que a nadie le importara,

Pero The corner no es sólo una serie de televisión a la que se deba despachar con cuatro virtudes y defectos. Es sobre todo un doloroso y necesario alegato político, un lamento desesperado sobre un barrio a dos paradas de autobús del centro. Sobre una esquina como agujero negro de la humanidad de finales del siglo pasado a la vista y tolerado por todos. Es, en definitiva, una serie imprescindible no sólo por lo que acabó siendo, un excelente prólogo de la monumental e inabarcable The Wire, sino por lo que es. 


En fin, todo esto pasaba y sigue pasando en la parte trasera de esta ciudad, de todas las ciudades, y uno, mientras ve The corner, sólo puede agradecer al azar con vergonzoso egoísmo el haber nacido lejos de Baltimore oeste, de haber evitado hasta el momento todos los Baltimores oestes. Y también a David Simon y a Ed Burns que olvidaran las sesudas reflexiones sobre el periodismo y los modelos de negocio y no miraran, como todos hacemos, para otro lado.

26 nov 2012

La gran película de la que todo el mundo habla


Que Ben Affleck firme una buena película dejó de ser noticia hace tiempo. Lo realmente novedoso en Argo es que su interpretación resulta bastante convincente.

Aquí finalizaría mi comentario sobre la tercera película que dirige el hierático actor de no ser por el unánime aplauso de crítica y público que ha recibido esta obra sobre la huida de algunos diplomáticos norteamericanos escondidos en la embajada de Canadá en Irán durante la crisis de los rehenes de 1979. 


Argo, la gran película de la que todo el mundo habla, es una empresa extraña e improbable que Affleck salva con notable y ya nada sorprendente oficio. Pero también me parece el filme más irregular de su prometedora carrera. 

Tras las notables Adiós pequeña, adiós (2007) y The town (2010), en las que el director adaptaba novelas localizadas en su Boston natal y conocido y demostraba un pulso cinematográfico envidiable, en Argo se enfrenta a un reto muy atrevido al abordar la interesante pero narrativamente problemática peripecia del agente de la CIA Tony Mendez.

Así, la mayor virtud de Affleck en este proyecto radica en haber convertido una materia prima pobre e inclasificable en un producto aceptable. Pese a basarse en hechos reales, que un espía de la CIA utilice el falso rodaje de una película de ciencia ficción en Irán por parte de unos productores excéntricos para adentrarse en aquel país revolucionario representa un punto de partida con grandes posibilidades de naufragar y hacer el ridículo. 

El director planta cara de forma suicida a esta indefinición en el tono de la obra, que visita el género de espías, el thriller y la comedia, y bordea peligrosamente el hundimiento durante gran parte del metraje. Si en La guerra de Charlie Wilson (2007), película con la que comparte bastantes lazos, Mike Nichols y Aaron Sorkin apostaban claramente por el cinismo y el humor para afrontar la alocada historia del senador que armaba a los afganos en su guerra contra los soviéticos, Affleck renuncia en Argo a esta salida evidente y convierte su obra en un curioso y deslavazado cajón de sastre formal.  

De forma inexplicable y elogiable, logra mantener el tipo, incluso en el impotente clímax final, aunque no puede desembarazarse de esa impresión general de meritoria salida de atolladero. 

La obra también transita con dificultad por el delicado sendero del maniqueísmo. En este caso, lo resuelve con menor audacia al no encontrar mejor recurso que una introducción en forma de cómic bastante objetiva sobre los antecedentes de la revolución iraní. Como si, una vez finalizada la película y movidos por cierta vergüenza multicultural, se hubieran percatado de la parcialidad en el enfoque de la cuestión y en la presentación de los revolucionarios.

Por último, la construcción de los personajes, las motivaciones del protagonista e incluso la propia banda sonora se mueven en el mismo terreno inestable del conjunto del filme: el de la incredulidad asumible.

Que quede claro. Argo no está mal. Veo en ella el talento de Affleck como director clásico, mucho trabajo anterior y posterior por disfrazar un material tan débil y peligroso y una honesta preocupación por ocultar un punto de vista demasiado imperialista. Incluso, como apuntaba al principio, la puedo definir como buena. Así que véanla y disfrútenla. Pero, en mi humilde opinión (que no llega ni a la esquina de mi calle), lo que no percibo en ningún caso es la gran película de la que todo el mundo habla. 

22 nov 2012

Sobre Holy motors


Seguramente la forma más honesta de acercarse a Holy Motors sea la de Josu Eguren, quien, en un alarde de humildad impropio de estos tiempos, reconoció en El Correo que, como crítico, no estaba a la altura de la película. Como yo no soy crítico y además mis conocimientos cinematográficos están a años luz de los suyos, renunciaré por vergüenza en este texto a cualquier impostura que maquille mi ignorancia.

Porque, sinceramente, descifrar en su totalidad la nueva propuesta de Leox Carax queda al alcance de muy pocos. Hablamos de un antiguo enfant terrible, fanático y estudioso de la materia, de la escuela Cahiers (con todo lo que eso conlleva), que aborda en esta ocasión un pretencioso y virtuoso ejercicio metacinematográfico en el que se van sucediendo multitud de referencias y locuras probablemente justificadas, envueltas además en un conjunto de tono surrealista y posmoderno. Debido a mis carencias, sólo puedo percibir los elementos más obvios, como la alusión a Los ojos sin rostro, las variaciones formales que se suceden a lo largo del metraje o el curioso paralelismo con la reciente Cosmópolis en el uso metafórico de la limusina. Poco más.

Sin embargo, si olvidamos los aspectos referenciales y los exagerados objetivos estilísticos, hay que señalar que el argumento y las intenciones de Carax tampoco resultan excesivamente complejas. Parece evidente, ya desde el notable episodio del motion capture, que el director francés trata de realizar una especie de homenaje y a la vez elegía de una forma de hacer, ver y vivir el cine, e incluso pretende ir más allá. Para ello, Denis Lavant va interpretando diversos capítulos en un Paris moldeable, cada uno con su estilo y mundo interior y con mayor o menor interés. 

En general, el resultado de esta monumental empresa me ha parecido impactante y sugerente, sí, pero también bastante desigual. Tras el divertido y meritorio entreacto (uno de los mejores momentos), la película pierde la fascinación inicial que ya sólo levantará de alguna manera el maravilloso y a la vez ridículo número musical de Kylie Minogue. Y quizás en el desenlace, en el que percibo cierta broma gamberra, aunque seguramente esté equivocado. 

En definitiva, el espectador interesado en el cine pero no demasiado experto, como es mi caso, encontrará la experiencia desconcertante e inalcanzable, pero seguramente le valdrá la pena. El community manager, que se abstenga.

Recurriré para aclarar y acabar este texto infernal a la fórmula Boyero, tan apañada en estas ocasiones. La película tiene la extraña virtud de conmoverme, abrumarme y repelerme a la vez. En la primera parte de la obra caigo en una especie de estado hipnótico que me hace pensar que estoy presenciando cine con mayúsculas, que esa historia loca, absurda y sin sentido me va a transportar en limusina desde los orígenes de este arte hacia terrenos desconocidos, inexplorados y sugerentes. Después decae lamentablemente en una sucesión de vacuas excentricidades y me sorprendo mirando el reloj para descubrir cuánto queda mientras pienso en mis cosas. Finalmente, deriva en lo grotesco y en una comicidad que muchos modernos encontrarán trascendente, y seguramente lo sea, pero que no me acaba de transmitir nada, me deja frío. Sin embargo, al salir a la calle, soy consciente de que algunas de esas imágenes bellas, brutales e indescifrables me acompañarán sin remedio en los próximos días.

Claro que, al reconocer todo esto, uno queda aterrado ante la posibilidad de que, como apunta Pablo Pelluch en Ociozine, Leos Carax pueda estar partiéndose el culo en el suelo de su cocina. 

21 nov 2012

De las cosas que importan (o no)


Hace años un buen amigo sufrió la repentina pérdida de un ser cercano. Días después, tomando algo en un bar, le pregunté cómo lo llevaba. Se puso extrañamente serio y me confesó: “Lo peor de todo es que me encuentro más o menos bien”.

La inexplicable y culpable ausencia del dolor que se da por descontado es el eje central de la película Caos Calmo (2008), firmada por Antonello Grimaldi y escrita y protagonizada (y probablemente también bastante dirigida) por Nanni Moretti, que ya había abordado las consecuencias de una tragedia familiar inesperada en la magnífica La habitación del hijo (2001), aquella vez desde una perspectiva más convencional.


La obra, adaptación de una novela de Sandro Veronesi que no he tenido oportunidad de leer, cuenta la historia de un ejecutivo de un grupo de comunicación que, tras la muerte de su esposa, decide pasar el día sentado en el banco de un pequeño parque situado junto al colegio de su hija de cinco años.

Lo curioso e interesante de esta trama es la absoluta carencia de motivaciones decisivas del protagonista, que se encuentra perdido y confuso ante esa calma sin sufrimiento que siente a traición, ante el incómodo descubrimiento de que no ha prestado la menor atención a su esposa (a la que hace tiempo que no quería) ni a su hija. Así, decidirá por casualidad, que no por convencimiento íntimo, hacer lo que cree que se supone que tiene que hacer cuando la niña le traslada su desamparo: instalarse junto a la escuela para que ella pueda encontrarlo cuando se asome por la ventana.

En ese banco discurrirán apaciblemente sus días y empezará a sentirse extrañamente cómodo junto a su nuevo microcosmos de paseantes y madres que van a buscar a sus pequeños y toman café. También ese rincón se convertirá en una especie de confesionario por el que desfilarán sus compañeros de trabajo, familiares y amigos a interesarse por su estado y a contarle sus prosaicos problemas. En este entorno improbable, caótico y tranquilo, construirá una cotidianeidad alternativa, una ilusión de descubrir las pequeñas cosas que importan, un deseo de dar un giro a su existencia. Hasta que, claro, en un desenlace sencillo y descomunal que ahoga cualquier moraleja grandilocuente y le absolverá con ternura del duelo impostado, su propia hija le implore que cese en su extravagante actitud porque sus compañeros se burlan de ella.

No estamos pues ante una historia al uso de aprendizaje, de descubrimiento de uno mismo y de lo verdaderamente trascendente, por más que el propio protagonista así lo pueda o quiera percibir durante el metraje. Más bien la obra supone una extraña y bella radiografía del desbarajuste vital y emocional en el que nos vemos envueltos cuando algo nos descoloca y nuestra reacción dista bastante de ser la esperada.

Desde la implacable objetividad, a la película se le puede achacar casi de todo: exceso de sentimentalismo baratillo, incoherencias y dificultades para encontrar el tono exacto, bajones narrativos, líneas argumentales prescindibles o una extemporánea y ya célebre escena de sexo más explícita que de costumbre. Pero también sucede que sus evidentes defectos encajan milagrosamente con la propia esencia del personaje principal (impresionante Moretti) y logran cuadrar contra todo pronóstico una cinta inolvidable.

Así, bajo la apariencia de un film pequeño e imperfecto, sin excesivas pretensiones, se esconde quizás de forma involuntaria un profundo acercamiento a la pérdida y a la presencia u obligación del dolor, una reflexión sobre la desorientación vital de la mediana edad acomodada y, en definitiva, un inútil y encantador lamento sobre el irresoluble enigma de las cosas que realmente importan.

20 nov 2012

Sólo un reality show de los malos

De las primarias demócratas de hace ya un lustro se ha dicho y escrito casi todo. También de la victoria de ese extraterrestre político llamado Barack Obama y de su campaña presidencial. Pero el huracán azul de 2008 ha ocultado para muchos una historia mucho más sugerente y humana, como a fin de cuentas son todas las historias de derrotas y desesperación ante un seguro hundimiento: la loca e increíble campaña republicana de John McCain.


La producción de la cadena norteamericana HBO Game change se centra precisamente en el insoportable trance con el que tuvo que lidiar el antiguo héroe de guerra norteamericano y su equipo hace cuatro años, tratando de competir no sólo con un adversario político, sino con una especie de encantador mesías posmoderno agitador de multitudes, al mismo tiempo que trataban de alejarse del todavía presidente George W. Bush.

La obra se basa en en el libro del mismo título escrito por los periodistas John Heilemann y Mark Halperin, en el que abordan las peripecias de ambos partidos en aquellos inolvidables meses, y que sigue la lamentable tendencia al culebrón del periodismo político actual (y también económico; de hecho, la aclamada publicación Too big to fail, del periodista Andrew Ross Sorkin, que narra los convulsos días en torno a la caída de Lehman Brothers y que también fue llevada a la pantalla por HBO, adopta también la forma de una novelita chismosa sobre las aventuras del secretario del tesoro y los CEOs de los principales bancos norteamericanos).

Pero bueno, volvamos a la película. Su director, Jay Roach, y el guionista, Danny Strong (ambos se encargaron también de la interesante Recount sobre la polémica adjudicación del Estado de Florida en las elecciones de 2000), sitúan el foco en Steve Schmidt (Woody Harrelson), experimentado consejero político que asumió el descomunal reto de dirigir la campaña de McCain (encarnado por un desconcertante Ed Harris, que parece más preocupado de imitar los gestos y peculiares características corporales del candidato que por darle vida) y de tomar las decisiones que, a la postre, acabarían condicionando el destino del Partido Republicano en años posteriores.

Así, Shmidt apostará por movimientos arriesgados e impactantes, o más bien desesperados y hasta suicidas, para tratar de reventar el advenimiento del primer presidente negro, y que alcanzarán su apogeo con la precipitada elección de la desconocida y extravagante gobernadora de Alaska, Sarah Palin (clavada por Julianne Moore), sin ninguna experiencia en política nacional, para acompañar a McCain en el ticket presidencial. Schmidt y su equipo irán descubriendo las inimaginables carencias de su candidata en cualquier materia y, a la vez, su también indiscutible encanto hacia ciertas bases de su partido, lo que derivará en una pesadilla incontrolable.

Habrá quien acuse a la HBO de caricaturizar e incluso ensañarse con esta lideresa de la extrema derecha norteamericana (de hecho, tanto McCain como Palin desacreditaron de pasada tanto el libro como la película). Yo en su lugar no lo haría muy alto, no vaya a ser que se quedaran cortos.

En el film se echa quizás en falta la gota que colmó el vaso de este rocambolesco proceso electoral: el hundimiento de Lehman Brothers y el riesgo real de colapso de toda la economía. Roach y Strong pasan de puntillas por la controvertida decisión del candidato republicano de suspender repentinamente su campaña e ir a Washington a "ayudar" a buscar una solución, asunto que sí es abordado ampliamente en el libro (como se ha apuntado en la extensa bibliografía sobre aquellos días, la aparición de McCain y posteriormente de Obama arrastrado por su rival, fue percibida como un engorro por la Administración y el Congreso, que trataban de evitar como fuera que el barco se hundiera y como que no estaban para fotos).

Como en la mayoría de proyectos de HBO, el producto resulta bastante interesante y entretenido. Sin embargo, pese a un conjunto muy cuidado, muy de la casa, de alumnos aplicados, a la obra le cuesta desembarazarse de un incómodo aire a telefilme (de hecho, lo es) barato, que intentan y a veces logran elevar los excelentes trabajos de Harrelson y Moore. 

En todo caso, se trata de una película más que útil para conocer las motivaciones e interioridades de un proceso electoral que, si bien no tuvo ese halo tan romántico que tanto nos gusta y que presidió la campaña de la otra acera, fue el germen de una radicalización de una parte de la derecha norteamericana que afectaría seriamente al Partido Republicano y al conjunto de la política de ese país. Y también representa un ejemplo más de que las decisiones desesperadas, además de imprevisibles, pueden acabar siendo peligrosas. O ridículas, que a veces es peor.

Como apuntó Steve Schmidt, "esto no fue una campaña electoral, fue sólo un reality show de los malos".


19 nov 2012

Lo que se espera de nosotros


Que una entrevista de trabajo en la que te contratan para un puesto de responsabilidad y bien remunerado se convierta en una experiencia aterradora no parece muy probable en estos días de paro y crisis. Sin embargo, Laurent Cantet logra en una escena de El empleo del tiempo (2001) estremecernos y agobiarnos con la selección del protagonista para un buen puesto.


Esta película de apropiado título se centra en las peripecias y angustias de un hombre que ha decidido ocultar a su familia que ha sido despedido de su trabajo y pasa los días conduciendo de un lado a otro e incluso durmiendo (cuando inventa algún viaje) en su coche. Posteriormente, agobiado por la evidente falta de ingresos, recurrirá a otro tipo de actividades menos civilizadas para continuar su farsa.

El planteamiento de trabajador que lleva en secreto otra vida cuando se despide de su mujer por la mañana ha sido abordado por varias obras en los últimos años, como la española La vida de nadie (Eduard Cortés, 2002), posterior y más pobre, o la macabra variación del mismo asunto que propuso Las horas del día (Jaime Rosales, 2003), pero ninguna de ellas se acerca siquiera a la profundidad que sugiere el director francés.

Cantet, como ya sucediera con la notable y prima-hermana Recursos humanos (hablé de  ella aquí), apuesta por un hábil e incómodo acercamiento al hombre contemporáneo, atrapado por las expectativas familiares y laborales, y nos deriva inevitable y sutilmente a una interesante reflexión sobre la derrota vital, en este caso sobre la que aflora cuando se derrumban los puentes y te percatas de que quizás ya no quieres a tu mujer, el trabajo es absurdo y tu vida ha sido un fraude.

En la decisión del protagonista hay vergüenza por ser expulsado del mercado laboral y por no exponer su fracaso ante los suyos, sí, pero en su huida ese sentimiento se irá solapando, confundiendo y posteriormente sustituyendo por la pura y furtiva felicidad que siente mientras conduce hacia ninguna parte tras demasiados años aceptando lo que su padre, su familia y la sociedad esperaba de él. El autor francés, sin juzgar nunca al personaje, traza hábilmente una finísima línea que nos impide dilucidar si estamos asistiendo a una obra de caída o redención. Seguramente de ambas cosas.

Finalmente, el director no tendrá ninguna piedad del personaje, no lo permitirá escapar o buscar alguna otra salida más radical y fácil, como sugiere la excepcional penúltima escena (que hubiera sido un gran final), sino que cerrará la obra con una aterradora claudicación. Con una penosa condena a la normalidad.

Desde el punto de vista formal, Cantet utiliza aquí recursos expresivos convencionales y se aleja de la austeridad de Recursos Humanos (volvería a ella en la excelente La clase). Así, recurre al subrayado musical de algunas escenas y juguetea quizás innecesariamente con elementos de thriller. Aunque ello no lastra en ningún caso la obra, sinceramente no creo que hiciera falta.

En definitiva, inteligente y necesaria reflexión sobre la necesidad de aceptar o huir de lo que se espera de nosotros. Y sobre la mierda que en el fondo supone ser un consultor de clase media.   

18 nov 2012

Añoranza de la derrota


De pequeño me gustaba la Copa Davis. Pero también me gustaba mezclar Fanta y Coca-Cola en los cumpleaños, así que no exageremos. El caso es que me acuerdo perfectamente de aquellas eliminatorias eternas, primeras rondas casi siempre, donde Emilio Sánchez Vicario y Sergio Casal fracasaban una y otra vez sin remedio.

Es curioso el cariño con el que se rememoran las decepciones deportivas de la infancia. Mis mejores recuerdos son fracasos. Las eliminatorias del Madrid en los ochenta, la final del Espanyol en Leverkusen, las final four del Barça, los desastres de las selecciones nacionales en todas las disciplinas, la rampa de lanzamiento vacía esperando a Perico en Luxemburgo.

Había una especie de fascinación infantil por la derrota, de entrañable encanto por el infortunio, de heroísmo. Los retos parecían inalcanzables y míticos, como los mayores de COU en el colegio.

Lo curioso es que crecimos y acabamos ganándolo todo. Empezamos con los Tour de Indurain, seguimos con Barcelona 92, las copas de Europa de Madrid y Barça o la primera Davis y, no contentos con ello, en la última década los españoles han conquistado los mundiales de fútbol y baloncesto y hasta Wimbledon, la NBA y el Mundial de Formula1.

¿Y ahora qué? Recuerdo la pasión con la que vi hace doce años la primera ensaladera que ganó España mientras oigo de fondo sin mucho interés los partidos que nos pueden dar el sexto título. El contraste es desolador. Como en la vida, una vez que consigues lo que quieres, se atenúa lamentablemente cualquier entusiasmo.

Por ello, si yo fuera aficionado del Deportivo, miraría con recelo a aquella Liga ganada años después, como lo hago a la Eurocopa o al Mundial de fútbol. Porque, al vengarse del penalti de Djukic o de la maldición de cuartos, es posible que también lo hagamos de nuestra infancia.  

En este sentido, los aficionados al Atlético de Madrid me parecen afortunados. Mi padre aún sigue quejándose del gol de Schwarzenbeck en aquella mítica final europea. Pero cada vez que habla de ello, aflora en su mirada el bello y emocionante desencanto de aquella tarde en Heysel. Como un asidero de su juventud y una eterna deuda que saldar algún día, los colchoneros siguen anhelando con inocencia la Copa de Europa. Mientras pasan los años y su tiempo, todavía sueñan. Y estoy seguro de que, en el más absoluto secreto, algunos de ellos prefieren no ganarla.

Los demás estamos huérfanos de fracaso deportivo, tan romántico como inofensivo. Seamos honestos: triunfar en todo acaba siendo un coñazo, como crecer. Se hacen urgentes nuevas fascinaciones y heroicas derrotas. Ahora que nos vamos convirtiendo en personajes de Kaurismäki, nos damos cuenta de que nunca fuimos tan felices como cuando perdíamos en cuartos. 

15 nov 2012

La particular idiosincrasia en que nos desenvolvemos


Como decirle a tu pareja que no aguantas a su hermana, a veces resulta complicado valorar en su justa medida películas levantadas con esfuerzo y hasta heroísmo por chavales con talento que se intentan ganar la vida en esto del cine. Si además los autores son de los nuestros, se lo han currado durante años colgando sus vídeos en Youtube y tratan ahora de buscar algún tipo de modelo de negocio en el formato tradicional de pantalla grande, parece aún más embarazoso cuestionar su proyecto.

Digo esto por la reciente película El mundo es nuestro, meritorio salto de Alfonso Sánchez (también director) y Alberto López desde Internet a las salas de cine, que ha cosechado bastante cariño y adhesiones entre crítica y público pero que, lamentablemente, tampoco  ha tenido el impacto que todos hubiéramos deseado (pero bueno, como esto de la taquilla española va dependiendo cada vez más de los informativos de Mediaset, poco margen queda para los demás).

En la obra, los conocidos personajes de Youtube el Culebra y el Cabesa, chavales de barrio de Sevilla o tiesos  (Sánchez y López interpretan también en la red a sus antagonistas pijos, los llamados compadres), deciden asaltar un banco y, a partir de ahí, se desarrolla una comedia disparatada bastante desigual.



Los más entusiastas han definido en un alarde de generosidad la película como una especie de Tarde de perros berlanguiana a la sevillana. Sin embargo, las primeras referencias que me vienen a la cabeza tras su visionado se acercan más a los clásicos debates de Los Morancos entre las caricaturas del facha y el izquierdista gay o a las parodias sobre la sociedad vasca del programa Vaya semanita.

Porque el humor de Sánchez y López se basa casi en exclusiva en el resbaladizo y probablemente agotado terreno de los topicazos sin excesivos matices o, como les gusta decir a ellos, de la particular idiosincrasia en que nos desenvolvemos, con todo lo bueno y malo que eso pueda conllevar. A partir de aquí, se se intenta construir una especie de crítica social que desgraciadamente resulta algo simple y superficial. La película se ríe de todos los lugares comunes, injustos o no, que podamos imaginar sobre la sociedad sevillana y renuncia a buscar nuevos o valientes registros en el siempre complicado género de la comedia.

Pero, por las razones que apuntaba al principio, vamos a enterrar aquí las carencias de la obra. Porque sí que es cierto que Sánchez logra evitar la amenaza del simple conjunto de gags y escribe un texto coherente y cerrado, con momentos realmente hilarantes, como la desorientación de la aplicada policía de Burgos que no entiende la particular idiosincrasia en que nos desenvolvemos, o las desternillantes apariciones de una reportera de televisión que cubre el asalto. Y lo dirige con solvencia pese a los escasos recursos con los que parece contar, manteniendo un ritmo aceptable que evita que la película se venga abajo en ningún momento. 

Y lo más importante: en conjunto, el film es bastante divertido. Así que no se lo pierdan.

Esperemos que tanto los tiesos como los compadres sigan teniendo éxito con sus proyectos, destrozando idiosincrasias y que puedan realizar más películas. Y así, si un día triunfan y salen a hombros de la Maestranza, podremos pasar nuestra tristes tardes escribiéndoles absurdas críticas destructivas que no va a leer nadie. Porque, una vez que la relación se consolida, ya no hay problema alguno en poner a parir a tu cuñada.

12 nov 2012

De periodismo, espejismos y la cruda realidad


Llevo más de una década asistiendo con estupor al debate sobre si los periódicos de papel desaparecerán cuando, desde hace ya algún tiempo, sé perfectamente que están sentenciados. Sucederá en diez, veinte o treinta años, pero sucederá. Me permitirán que les cuente la sencilla experiencia personal que me reveló esta verdad. A finales del siglo pasado, cuando estaba en la universidad, la mayor parte de mis compañeros de residencia se compraban el periódico a diario y el resto lo hacían sólo los domingos. Sin embargo, poco tiempo después, cuando ya compartían piso, todos dejaron de hacerlo. Jóvenes licenciados, más o menos cultos y con cierto desahogo económico abandonaron de un año para otro esta sana costumbre. Y para siempre. Ahora que todos ellos pasan la treintena y hasta alguno ha formado una familia, no se percibe ninguna intención por su parte de volver al kiosko.

También últimamente se ha puesto de moda alabar un nuevo periodismo en Internet, alentado desde las redes sociales, que cuestiona todo el modelo anterior y proclama que no ya el futuro sino el presente está en la red. Y la verdad es que, si uno se fía de Twitter, puede intuir que comienzan a fraguar proyectos de éxito. Pero a veces hay que dejar de mirar la pantalla y salir a tomar el aire. El otro día, cenando con otros amigos, todos ellos trabajadores de clase media, bien informados y adaptados a las nuevas tecnologías, me quedé de piedra cuando me confesaron que no conocían la existencia de medios como Sportyou, Jot Down o Filmin, sitios que yo suelo frecuentar y que entendía como auténticas referencias de modelos de negocio en la red.

Realmente estamos ante un momento difícil y confuso para el periodismo, pero no nos debería pillar por sorpresa salvo que decidamos que los árboles nos impidan ver el bosque. Vamos a recordar algo obvio: Internet ha alterado y puede que se acabe cargando la industria periodística de siglos pasados, como también ha convulsionado la editorial, musical o cinematográfica. Habrá que adaptarse, pero supongo que pocos sobrevivirán y, si lo hacen, se parecerán poco a los medios del pasado.

Volviendo la mirada atrás, hay quien critica cómo las empresas periodísticas abordaron la aparición de Internet. No seré uno de ellos. Sinceramente, creo que poco más pudieron hacer. Los principales diarios españoles (y mundiales) decidieron a finales de los noventa ofrecer sus contenidos gratis en la red. En España hubo uno, el más importante, que intentó establecer poco después un pago por acceder a su página. El resultado: perdió un liderazgo que hubiera sido incuestionable en favor de la competencia, tuvo que recular y hoy todavía lucha por la primacía en este sector. Otros importantes periódicos internacionales también vivieron experiencias fallidas al inicio del milenio al tratar de cobrar a sus lectores.

Influenciados por este fracaso y atrapados por la proliferación de portales temáticos que minaban su campo de acción, los periódicos mantuvieron el gratis total en la red y, a medida que Internet se iba generalizando, perdían lectores (los más jóvenes e ilustrados, el futuro) a gran velocidad.

Sí puede resultar cuestionable la actitud de empresas e incluso periodistas que no percibieron desde el primer momento (o eso ha parecido) la magnitud de la tragedia. Cuando, al inicio de la era Internet, la industria musical se tambaleaba por las descargas sólo estábamos asistiendo a un prólogo de lo que les sucedería a otros sectores y, en especial, al periodístico tradicional.

Ahora parece que está llegando el apocalipsis del periodismo decimonónico. Cada día se anuncian EREs y despidos en medios de comunicación y nos lamentamos por el futuro de esta profesión. Pero cometeríamos un error si no levantáramos la mirada. No nos equivoquemos. La crisis general y la situación de la publicidad han influido en la velocidad de la debacle de la industria, pero no son la causa. Desde el nacimiento de Internet, era inevitable que el sector tendría que reinventarse. El problema radica en que todavía nadie tiene idea de cómo hacerlo. 

En estas circunstancias, además de hacer cursos de community managers, muchos profesionales que lamentablemente se han quedado sin empleo, alentados por los cantos de sirena de la red, se lanzan a abrir sus webs, blogs e impulsar proyectos en los que a veces regalan su trabajo y sus ahorros. Incluso utilizan novedosas fórmulas de financiación como el crowdfunding. Ven en Internet un nicho donde continuar su carrera periodística.

Pero la realidad es tozuda y se encuentra a veces muy alejada de las doctrinas de los llamados gurús. Por citar los ejemplos que utilicé al principio del texto, tres medios que admiro y considero de referencia en la red (deportiva, cultural y cinematográfica), Sportyou ha anunciado que despedirá al 40% de su plantilla, Jot Down está "en el límite del capital inicial" y busca el papel y otros medios para obtener ingresos (artículo de El País sobre esta publicación). Y Filmin, que no es periodística sino cinematográfica y que podría ser un buen ejemplo para otros sectores, todavía no es rentable, según su portavoz.

Así que dejémonos de milongas y espejismos. Nos encontramos en un proceso revolucionario que cambiará para siempre la industria periodística. Y mientras no se asiente un modelo de negocio viable y no se estabilice el mercado, esta profesión lo va a pasar muy mal. Teniendo en cuenta que quizás pasen veinte años hasta que ello suceda, vayamos asumiendo de una vez que hay una generación de periodistas que desgraciadamente está bastante jodida.  

Y lo realmente triste es que no existen recetas mágicas para tratar de paliar esta sangría. Desde este humilde espacio, aportaré alguna breve idea, seguramente equivocada, que podría plantearse para el debate.

En primer lugar, y sintiéndolo mucho, habría que reflexionar sobre la existencia de la carrera de periodismo. Entiendo que ello pueda resultar algo polémico, pero me parece un auténtico drama que muchos adolescentes brillantes que podrían ser ingenieros, médicos o cualquier otra cosa se decanten movidos por el bello pero en este caso poco práctico romanticismo por esta licenciatura que conduce a un sector donde no hay empleo ni excesivas salidas colaterales.

Además, considero que ya es hora de que los principales medios nacionales e internacionales se pongan de acuerdo por una vez y establezcan modelos de pago razonables para acceder a los contenidos. Se mire por donde se mire, resulta bastante absurdo que un periódico ofrezca gratis en Internet los mismos y a veces más contenidos (y actualizados en tiempo real) que los que vende a un euro y medio en el kiosko. O que trate de cobrar por una especie de PDF. Ya existe algún modelo interesante en este sentido, como el de The New York Times, en el que se permiten visitas a ilimitadas a la portada y a un número determinado de artículos, pero establece un pago a quienes pretendan hacer un uso más intensivo de la web.

Y, por último y más importante, deberíamos ser todos más humildes y reconocer que nadie sabe cómo va a acabar todo esto. A fin de cuentas, Gutenberg acaba de inventar la imprenta y desconocemos aún hacia dónde nos dirigimos.

9 nov 2012

Humanidad y patatas hervidas


Probablemente Béla Tarr no será nunca el autor más aclamado en los circuitos donde se exhiben sus películas ni el que más repentinas adhesiones reciba en Twitter. Ni, por supuesto, el más rentable. Pero de lo que no cabe ninguna duda tras The Turin horse es que hablamos del director más humano.

El húngaro nos regala en esta obra una exhibición portentosa de cine y lucidez que sitúa lamentablemente a sus contemporáneos varios pasos por detrás. Tomando como referencia el célebre episodio en el que Nietzsche se abraza al cuello de un caballo al que su dueño estaba maltratando para posteriormente encerrarse en la locura hasta el final de sus días, Tarr vuelve su mirada hacia el caballo y sus dueños en una sobrecogedora metáfora sobre la deshumanización, la desesperanza y la indiferencia hacia la trascendencia.

Tras detenerse en el camino a casa del protagonista y del animal en una de las escenas más bellas e impactantes de este siglo cinematográfico, el director nos encerrará en la casa donde viven el cochero y su hija. Y al decir “viven” me refiero a vestirse, ir al pozo a por agua, dar de comer al caballo, poner patatas a hervir, comer patatas hervidas, mirar la tormenta y la desolación por la ventana, desvestirse y acostarse. Heladora repetición de actos cotidianos sin palabras envueltos en notables planos secuencia con una cuidada fotografía en blanco y negro y encuadres magistrales, y sólo acompañados puntualmente por una opresiva pieza musical de Mihály Víg.


Este ambiente sobrecogedor de ocaso de lo humano, de simple reiteración de actividades diarias azotadas por una tormenta de viento en medio de la nada, sólo será alterado por un par de visitas que alertan a su manera del desmoronamiento de lo conocido y, posteriormente, por la progresiva extinción de estos escasos asideros de subsistencia.

Tarr (acompañado por su guionista de cabecera, Laszlo Krasznahorkai) nos muestra así un fin del mundo y de la civilización, sí, pero el apocalipsis que verdaderamente le interesa es el del hombre, a quien se le han agotado sus referencias existenciales y la capacidad de sentir y compadecerse y hace todos los días lo mismo mientras espera que algo nuevo suceda, sin percatarse de la infinita tragedia o broma vital que reduce siempre ese algo nuevo a la certeza de un prosaico final. Y de que precisamente es esa ausencia de compasión la que acaba derivando en destrucción.
    
Por último, quienes achacan complejidad o elitismo a la película (no cito al aburrimiento porque ésta es una sensación absolutamente subjetiva; para mí su apogeo se sitúa sin duda en una tarde de compras) deberían hacérselo mirar o reflexionar seriamente sobre su existencia. Nada más lejos de la realidad. Es una obra bella, simplísima y dolorosamente accesible. Pero sobre, todo, es humana. Ideal para ponérsela a un community manager de ésos para ver si comprende de una vez de qué va todo esto. De comer patatas hervidas todos los días mientras el mundo y nuestra vida se desmoronan.

2 nov 2012

Víctimas, intimidad y morbo


Según las frías e injustas estadísticas, cada día mueren en España cuatro personas en accidentes de tráfico y, como mucho, lo máximo que sabremos de ellas se reducirá a sus iniciales. También se suicidan ocho, de las que nunca tendremos ninguna noticia.

El pasado miércoles se produjo un suceso trágico en una fiesta celebrada en un pabellón de Madrid que acabó con la vida de tres jóvenes en una aglomeración. Pocas horas después, sus nombres completos, fotos y hasta algún perfil reinaban en las ediciones digitales de los principales medios de comunicación del país y se utilizaban en piezas de radio y televisión.

Dejando a un lado el interesantísimo debate sobre los moldeables y azarosos criterios que utilizan los medios para convertir algunos sucesos en gran noticia y otros no, resultan incomprensibles los factores que conducen a periódicos y televisiones a hacer públicas las identidades de las víctimas en ciertos acontecimientos ¿Por qué en un incendio o una explosión de gas en una vivienda no se suelen publicar? ¿Tiene que ver con el alcance que han decidido dar a la noticia? ¿Si las publica uno, los demás se lanzan? ¿O simplemente se reduce a una cuestión de morbo?

No lo he comprobado pero estoy seguro de que los perfiles o artículos en los que nos cuentan la vida o nos muestran las fotos de estas jóvenes se sitúan entre las informaciones más vistas de las páginas web y de los informativos. La audiencia es así y lamentablemente navega cómoda en el lodazal. Pero lo chocante es que este tipo de revelaciones sobre víctimas de tragedias también son alabadas entre la élite de la crítica periodística.

Así, The New York Times cosechó todo tipo de premios periodísticos por los perfiles de los fallecidos en los atentados del 11-S. Años después, tras los atentados de Madrid, los principales periódicos españoles realizaron igualmente este tipo de artículos sobre los asesinados aquella triste mañana. También recibieron galardones y elogios. Si bien hay que reconocer que la mayoría de los textos estaban escritos con delicadeza (aunque en algunos había veleidades pseudoliterarias que no venían a cuento), lo cierto es que eran una colección de relatos de vidas privadas de estos desafortunados, con todo tipo de innecesarios  y embarazosos detalles sobre a quién amaban, su trabajo, sus aficiones o su equipo de fútbol favorito. Al parecer, se les quería rendir tributo, pero la línea entre el periodismo, el homenaje y el simple espectáculo es muy fina.  

Habrá quien argumente que las familias dan el visto bueno e incluso colaboran en este tipo de reportajes. Y que los pueden percibir como una especie de despedida o reivindicación de sus seres queridos desaparecidos. No dudo de que en algunos casos pueda ser así. Pero aún en estas circunstancias no podemos olvidar que debemos un respeto a la persona fallecida, que nunca hubiera deseado ser protagonista de un suceso de este tipo, y a la que lamentablemente ya no podemos preguntar sobre si le importa que se publique su nombre y su foto o se escriba sobre su carácter, sus hobbies o sus sueños pendientes.

En mi opinión, este tipo de prácticas suponen en el mejor de los casos una evidente intromisión en la intimidad de las víctimas y de sus familias (cuyo último problema en esos terribles momentos es la deontología periodística, obviamente), que incluso tienen que soportar a reporteros y cámaras de televisión en el tanatorio. En el peor, convertir las tragedias en entretenimiento.

Aunque bien es cierto que puede que la culpa no resida completamente en los medios y que reclamar cierto pudor y anonimato en una época en la que publicamos nuestras fotos y nuestras vidas en Facebook y geolocalizamos nuestra posición y sentimientos sea una batalla perdida de antemano.