De pequeño me gustaba la Copa
Davis. Pero también me gustaba mezclar Fanta y Coca-Cola en los
cumpleaños, así que no exageremos. El caso es que me acuerdo perfectamente de aquellas
eliminatorias eternas, primeras rondas casi siempre, donde Emilio Sánchez Vicario
y Sergio Casal fracasaban una y otra vez sin remedio.
Es curioso el cariño con el que
se rememoran las decepciones deportivas de la infancia. Mis mejores recuerdos son fracasos.
Las eliminatorias del Madrid en los ochenta, la final del Espanyol en
Leverkusen, las final four del Barça, los desastres de las selecciones nacionales
en todas las disciplinas, la rampa de lanzamiento vacía esperando a Perico en
Luxemburgo.
Había una especie de fascinación
infantil por la derrota, de entrañable encanto por el infortunio, de heroísmo. Los retos parecían inalcanzables y míticos, como los
mayores de COU en el colegio.
Lo curioso es que crecimos y acabamos ganándolo todo. Empezamos con los Tour de Indurain, seguimos con
Barcelona 92, las copas de Europa de Madrid y Barça o la primera Davis y, no
contentos con ello, en la última década los españoles han conquistado los
mundiales de fútbol y baloncesto y hasta Wimbledon, la NBA y el Mundial de
Formula1.
¿Y ahora qué? Recuerdo la pasión con la que vi
hace doce años la primera ensaladera que ganó España mientras oigo de fondo
sin mucho interés los partidos que nos pueden dar el sexto título. El contraste es desolador. Como en la vida, una vez que consigues lo que quieres, se atenúa lamentablemente cualquier entusiasmo.
Por ello, si yo fuera aficionado
del Deportivo, miraría con recelo a aquella Liga ganada años después, como lo
hago a la Eurocopa o al Mundial de fútbol. Porque, al
vengarse del penalti de Djukic o de la maldición de cuartos, es posible que también lo hagamos de nuestra infancia.
En este sentido, los aficionados
al Atlético de Madrid me parecen afortunados. Mi padre aún sigue quejándose del gol de Schwarzenbeck en aquella mítica final europea. Pero cada vez que habla de ello, aflora en su mirada el bello y emocionante desencanto de aquella tarde en Heysel. Como un asidero de su
juventud y una eterna deuda que saldar algún día, los colchoneros siguen anhelando con
inocencia la Copa de Europa. Mientras pasan los años y su tiempo, todavía
sueñan. Y estoy seguro de que, en el más absoluto secreto, algunos de ellos prefieren
no ganarla.
Los demás estamos huérfanos de
fracaso deportivo, tan romántico como inofensivo. Seamos honestos: triunfar
en todo acaba siendo un coñazo, como crecer. Se hacen urgentes nuevas
fascinaciones y heroicas derrotas. Ahora que nos vamos convirtiendo en personajes
de Kaurismäki, nos damos cuenta de que nunca fuimos tan felices como cuando
perdíamos en cuartos.
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