9 nov 2012

Humanidad y patatas hervidas


Probablemente Béla Tarr no será nunca el autor más aclamado en los circuitos donde se exhiben sus películas ni el que más repentinas adhesiones reciba en Twitter. Ni, por supuesto, el más rentable. Pero de lo que no cabe ninguna duda tras The Turin horse es que hablamos del director más humano.

El húngaro nos regala en esta obra una exhibición portentosa de cine y lucidez que sitúa lamentablemente a sus contemporáneos varios pasos por detrás. Tomando como referencia el célebre episodio en el que Nietzsche se abraza al cuello de un caballo al que su dueño estaba maltratando para posteriormente encerrarse en la locura hasta el final de sus días, Tarr vuelve su mirada hacia el caballo y sus dueños en una sobrecogedora metáfora sobre la deshumanización, la desesperanza y la indiferencia hacia la trascendencia.

Tras detenerse en el camino a casa del protagonista y del animal en una de las escenas más bellas e impactantes de este siglo cinematográfico, el director nos encerrará en la casa donde viven el cochero y su hija. Y al decir “viven” me refiero a vestirse, ir al pozo a por agua, dar de comer al caballo, poner patatas a hervir, comer patatas hervidas, mirar la tormenta y la desolación por la ventana, desvestirse y acostarse. Heladora repetición de actos cotidianos sin palabras envueltos en notables planos secuencia con una cuidada fotografía en blanco y negro y encuadres magistrales, y sólo acompañados puntualmente por una opresiva pieza musical de Mihály Víg.


Este ambiente sobrecogedor de ocaso de lo humano, de simple reiteración de actividades diarias azotadas por una tormenta de viento en medio de la nada, sólo será alterado por un par de visitas que alertan a su manera del desmoronamiento de lo conocido y, posteriormente, por la progresiva extinción de estos escasos asideros de subsistencia.

Tarr (acompañado por su guionista de cabecera, Laszlo Krasznahorkai) nos muestra así un fin del mundo y de la civilización, sí, pero el apocalipsis que verdaderamente le interesa es el del hombre, a quien se le han agotado sus referencias existenciales y la capacidad de sentir y compadecerse y hace todos los días lo mismo mientras espera que algo nuevo suceda, sin percatarse de la infinita tragedia o broma vital que reduce siempre ese algo nuevo a la certeza de un prosaico final. Y de que precisamente es esa ausencia de compasión la que acaba derivando en destrucción.
    
Por último, quienes achacan complejidad o elitismo a la película (no cito al aburrimiento porque ésta es una sensación absolutamente subjetiva; para mí su apogeo se sitúa sin duda en una tarde de compras) deberían hacérselo mirar o reflexionar seriamente sobre su existencia. Nada más lejos de la realidad. Es una obra bella, simplísima y dolorosamente accesible. Pero sobre, todo, es humana. Ideal para ponérsela a un community manager de ésos para ver si comprende de una vez de qué va todo esto. De comer patatas hervidas todos los días mientras el mundo y nuestra vida se desmoronan.

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