Probablemente Béla Tarr no será nunca el autor más aclamado en
los circuitos donde se exhiben sus películas ni el que más repentinas adhesiones reciba en Twitter. Ni, por supuesto, el más rentable. Pero de lo que no cabe ninguna duda tras The Turin horse es que hablamos del director más
humano.
El húngaro nos regala en esta obra una exhibición
portentosa de cine y lucidez que sitúa lamentablemente a sus
contemporáneos varios pasos por detrás. Tomando como referencia el célebre
episodio en el que Nietzsche se abraza al cuello de un caballo al que su dueño
estaba maltratando para posteriormente encerrarse en la locura hasta el final de
sus días, Tarr vuelve su mirada hacia el caballo y sus dueños en una
sobrecogedora metáfora sobre la deshumanización, la desesperanza y la
indiferencia hacia la trascendencia.
Tras detenerse en el camino a casa del protagonista y del animal en una de las escenas más bellas e impactantes de este siglo
cinematográfico, el director nos encerrará en la casa donde viven el cochero y
su hija. Y al decir “viven” me refiero a vestirse, ir al pozo a por agua, dar
de comer al caballo, poner patatas a hervir, comer patatas hervidas, mirar la
tormenta y la desolación por la ventana, desvestirse y acostarse. Heladora repetición
de actos cotidianos sin palabras envueltos en notables planos secuencia con una cuidada fotografía en blanco
y negro y encuadres magistrales, y sólo acompañados puntualmente por una opresiva pieza musical de Mihály Víg.
Este ambiente sobrecogedor de ocaso de lo humano, de simple
reiteración de actividades diarias azotadas por una tormenta de viento en
medio de la nada, sólo será alterado por un par de visitas que alertan a su
manera del desmoronamiento de lo conocido y, posteriormente, por la
progresiva extinción de estos escasos asideros de subsistencia.
Tarr (acompañado por su guionista de cabecera, Laszlo Krasznahorkai) nos muestra así un fin del mundo y de la civilización, sí, pero
el apocalipsis que verdaderamente le interesa es el del hombre, a quien se le
han agotado sus referencias existenciales y la capacidad de sentir y compadecerse y hace todos los días lo mismo mientras
espera que algo nuevo suceda, sin percatarse de la infinita tragedia o broma vital que reduce siempre
ese algo nuevo a la certeza de un prosaico final. Y de que precisamente es esa ausencia de compasión la que acaba derivando en destrucción.
Por último, quienes achacan complejidad o elitismo a la película (no cito al aburrimiento porque ésta es una sensación absolutamente subjetiva; para mí su apogeo se sitúa sin duda en una tarde de compras) deberían hacérselo mirar o reflexionar seriamente sobre su
existencia. Nada más lejos de la realidad. Es una obra bella, simplísima y dolorosamente accesible. Pero sobre, todo, es humana. Ideal para ponérsela a un community manager de ésos para ver
si comprende de una vez de qué va todo esto. De comer patatas hervidas todos
los días mientras el mundo y nuestra vida se desmoronan.
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