Seguramente la forma más honesta
de acercarse a Holy Motors sea la de Josu Eguren, quien, en un alarde de
humildad impropio de estos tiempos, reconoció en El Correo que, como crítico,
no estaba a la altura de la película. Como yo no soy crítico y además mis conocimientos
cinematográficos están a años luz de los suyos, renunciaré por
vergüenza en este texto a cualquier impostura que maquille mi ignorancia.
Porque, sinceramente, descifrar en su totalidad la nueva propuesta de Leox Carax queda al alcance de muy pocos.
Hablamos de un antiguo enfant terrible, fanático y estudioso de la materia, de la escuela Cahiers (con
todo lo que eso conlleva), que aborda en esta ocasión un pretencioso y virtuoso ejercicio
metacinematográfico en el que se van sucediendo multitud de referencias y locuras probablemente justificadas, envueltas además en un conjunto de tono surrealista y posmoderno. Debido a mis carencias, sólo puedo percibir los elementos más obvios, como la alusión a Los ojos sin rostro, las variaciones formales que se suceden a lo largo del metraje o el curioso paralelismo con la reciente Cosmópolis en el uso metafórico de la limusina. Poco más.
Sin embargo, si olvidamos los aspectos
referenciales y los exagerados objetivos estilísticos, hay que señalar que el argumento
y las intenciones de Carax tampoco resultan excesivamente complejas. Parece evidente, ya
desde el notable episodio del motion capture, que el director francés trata de
realizar una especie de homenaje y a la vez elegía de una forma de hacer, ver y
vivir el cine, e incluso pretende ir más allá. Para ello, Denis Lavant va interpretando diversos capítulos en un Paris moldeable, cada
uno con su estilo y mundo interior y con mayor o menor interés.
En general, el resultado de esta
monumental empresa me ha parecido impactante y sugerente, sí, pero también
bastante desigual. Tras el divertido y meritorio entreacto (uno de los mejores
momentos), la película pierde la fascinación inicial que ya sólo levantará de alguna manera el maravilloso y a la vez ridículo número
musical de Kylie Minogue. Y quizás en el desenlace, en el que percibo cierta broma gamberra, aunque seguramente esté equivocado.
En definitiva, el espectador interesado en el cine pero no demasiado experto, como es mi caso, encontrará la experiencia desconcertante e inalcanzable, pero seguramente le valdrá la pena. El community manager, que se abstenga.
Recurriré para aclarar y acabar este
texto infernal a la fórmula Boyero, tan apañada en estas ocasiones. La película
tiene la extraña virtud de conmoverme, abrumarme y repelerme a la vez. En la
primera parte de la obra caigo en una especie de estado hipnótico que me hace
pensar que estoy presenciando cine con mayúsculas, que esa historia loca, absurda
y sin sentido me va a transportar en limusina desde los orígenes de este arte hacia
terrenos desconocidos, inexplorados y sugerentes. Después decae lamentablemente en una sucesión de vacuas excentricidades y me sorprendo mirando el reloj para descubrir
cuánto queda mientras pienso en mis cosas. Finalmente, deriva en lo grotesco y en
una comicidad que muchos modernos encontrarán trascendente, y seguramente lo
sea, pero que no me acaba de transmitir nada, me deja frío. Sin embargo, al salir a la calle,
soy consciente de que algunas de esas imágenes bellas, brutales e indescifrables me
acompañarán sin remedio en los próximos días.
Claro que, al reconocer todo
esto, uno queda aterrado ante la posibilidad de que, como apunta Pablo Pelluch en Ociozine, Leos Carax pueda estar partiéndose el culo en el suelo de su cocina.
Si Carax a veces ha acertado o se ha acercado al blanco, no es desde luego con 'Holy Motors'. ¡¡¡Vaya pedazo de caca pretenciosa!!! Un saludo
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